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SANGUIJUELA EMOCIONAL

_ ¡Sanguijuela emocional! ¡Eso es lo que eres! ¡Me repugna tu presencia!

Tras escuchar esto, Imanol contuvo el aliento. Desmoronado intentaba dilucidar qué había ocurrido para que lo que había comenzado como un fin de semana prometedor, terminase de tal modo. Con la mirada, suplicó clemencia sin saber por qué, ni qué podía provocar un odio tan enquistado y dañino en el amor de su vida; pero ella contuvo la mirada. Inyectados en sangre, sus ojos no pestañeaban y no tardó en escupir su ira.

                               _Ya tienes lo que querías. Ahora podrás tirarte a todas esas amigas que dices tener. No te quiero volver a ver.

                               _No entiendo…

                               _ ¡Vete a la mierda cretino!_ interrumpió en un grito._ ¡Vete de mi casa!

                               _Por favor. Podemos hablar sin gritar. Tranquilízate y dime qué es lo que ocurre. No entiendo nada._ Desesperado Imanol intentaba que Sofía entrase en razón. Que se explicase sin insultos.

                               _ ¡Esto es lo que pasa!_ Y le tiró su móvil desde el otro lado del salón.

                               _ ¿Has mirado mi teléfono? ¿Es eso?

                Lo había hecho mientras Imanol se duchaba.

                Imanol consultó el móvil y encontró la respuesta que anhelaba. Enseguida comenzó a reír a carcajadas.  Sofía presa de la ansiedad comenzó a lanzar todo lo que encontraba a su alcance. Cojines, un cenicero, el pienso del gato…

                               _Te está bien empleado. Por desconfiada. ¿Qué te hace creer que puedes consultar mi teléfono? Has invadido mi privacidad. El espacio que solo a mí me corresponde.

                               _ ¿Quién es esa Adriana?_ Las dudas comenzaban a inquietar a Sofía, que temía haber metido la pata.

                                _No debería decírtelo_ interpeló ahora más tranquilo Imanol, mientras se secaba el pelo.

                Sofía frunció el ceño. Pero la pasividad de Imanol la desconcertaba. Lo había leído diez veces antes de enfurecer y descubrir que había sido traicionada por su novio. Más calmada preguntó deseosa por obtener respuestas.

                               _ ¿Quién es Adriana? ¿De qué te ríes? ¿Te parece gracioso?

                Pero Imanol se hacía de rogar.

                               _ ¿Cómo me has llamado? ¡Ah sí! Sanguijuela emocional. No debería responder. No te lo mereces. Tus celos son enfermizos y tu actitud la de una adolescente.

                Sin saber qué decir, Sofía se sentó en el sofá esperando que Imanol de una vez por todas despejara sus dudas. Este se lo tomó con calma. Se despojó de la toalla que cubría su musculado cuerpo y se aproximó a Sofía.

                               _Adriana es mi ahijada_ Sofía enrojeció._ La estoy ayudando con un trabajo del instituto. La ayudo a corregir versos de una poesía que tiene que entregar antes del lunes.

                               _No me habías dicho que tuvieras una ahijada._ Sonó a disculpa.

                               _Llevamos dos meses juntos. Casi no sabemos nada el uno del otro. Pero si  cotilleas mi teléfono a la menor ocasión, ¿qué puedo esperar de ti de ahora en adelante?

                Sofía se derrumbó.

                               _Perdona_ dijo al fin. Me he precipitado. Lo siento.

                Se incorporó del sofá y abrazó a Imanol. Comenzó a besarlo hasta que este se excitó. Sofía se desnudo rápidamente y sobre el sofá dieron rienda suelta a su amor descargando adrenalina acumulada por la tensión previa. Ella quedó profundamente dormida.

                Imanol aprovechó para enviar un mensaje a Adriana.

                             » _No vuelvas a mandarme esos mensajes al móvil. Mañana te llamo y te explico. Estoy deseando volverte a ver. Me vuelves loco.-«


EN LA FLOR DE LA VIDA

Se protege de miradas que la inquietan levantando las solapas de la gabardina. Esconde su delicada sonrisa y algo más entre los pliegues del cuello de su jersey. Entre pasos alocados en un ir y venir incesante, se pierde dejándose mecer por la corriente humana que la rodea. Libre y tan insignificante entre la multitud, disfruta por primera vez en muchas semanas de la indiferencia. Seguir leyendo EN LA FLOR DE LA VIDA

El lago

Amanece.

Salta de la cama incorporándose un día más al ajetreado rumbo que marca su frenética vida. Mientras se ducha, repasa mentalmente las citas y tareas pendientes de hoy: tres reuniones con proveedores, cobrar a dos morosos que ignoran sus repetidas misivas, regar y cortar el césped de cuatro parcelas… Abre los ojos bajo el flujo de agua que, abundante y ardiendo, riega su nuca. Mira su abdomen, flácido y redondo. Ha cogido peso y lo lamenta; prometiéndose controlar la dieta y hacer algo más de ejercicio, sale y se enfunda en el albornoz. Su pareja hace una par de horas que llevó a sus dos hijos al colegio, para lograr entrar a la hora en el supermercado donde se gana la vida tras el mostrador de una pescadería. Él abrió una empresa de jardinería dos años atrás, por lo que todavía no puede delegar ciertas obligaciones, sobre todo administrativas. Así que, tras las duras mañanas de trabajo físico, emplea las tardes en ordenar y clasificar todo tipo de documentos en una minúscula mesa de escritorio, junto a la del salón comedor.

Oscurece.

Le toca sacar al perro; así lo tiene acordado con su pareja. Un día cada uno. Casi nunca le apetece, pero esa noche necesita aire fresco. El frío arrecia en el pequeño pueblo de la sierra madrileña donde residen. Se calza unas botas de montaña y cubre su calvo cuero cabelludo con un gorro de lana, el último regalo de reyes. El perro alterado y deseoso por corretear brinca intranquilo. En la calle, el silencio de la noche solo es rasgado por un sibilino viento helado que reciben dueño y perro por sorpresa. Él libera el mosquetón del collar del animal que, disparado, se dirige a la zona arbolada que por fortuna puede disfrutar frente a la vivienda. Más allá, el pantano que riega la zona comienza a recuperarse tras las lluvias de las últimas semanas. Recoge sus manos en los bolsillos de la cazadora, pues los dedos piden clemencia. Bajo cero, su aliento es vapor que se difumina en la noche. Camina rutinariamente por una estrecha senda que atraviesa el bosque y muere en la orilla del lago. Allí se detiene. El perro va y viene sin dejar de correr, consciente de que pronto volverá a permanecer encerrado entre las cuatro paredes donde comparte piso con sus amigos humanos. Por las mañanas, las salidas son mero trámite de cinco minutos para relajar esfínteres y poco más. De pie, sobre la fina arena empapada, Marcos, gracias a la esplendida luz de una luna casi llena, ve su rostro reflejado. Muestra el cansancio acumulado, arrugas que anuncian la madurez que nunca se desea alcanzar cuando se acerca. Ensimismado en el haz de luz que el satélite refleja sobre el agua, su mente comienza a viajar lejos. Intenta  convencerse a sí mismo. Es dueño de una empresa de jardinería, quiere a su mujer, adora a sus dos hijos y vive en un precioso adosado en el pulmón de la gran capital de España. Busca su mirada en el agua cristalina. Parece preguntarle si el feliz. Nunca se atreve a hacerse esa pregunta. Parece tener todo lo que anhelaba años atrás…Se sienta sobre el tronco caído y seco de lo que fue un árbol antes de la gran nevada del año anterior. Una lágrima recorre su mejilla, parece que el frío ralentiza su recorrido, pero finalmente la gravedad vence y se une a la tierra mojada. Entonces lo entiende; él no es más que una gota de agua en un enorme pantano artificial que lo mantiene seguro, protegido, pero aislado del resto de un mundo que se le antoja inalcanzable. Se debe a sus compromisos, a la hipoteca de su hogar, el mismo que lo somete al yugo de la servidumbre que supone un nivel de vida innecesario, pero aparente y lúdico. No recuerda la última vez que corrió sin preocupaciones por una pradera; que viajó sin rumbo fijo en búsqueda de aventuras, de conocimiento real, el que se experimenta desde lo cercano y humano. No recuerda el abrazo sincero de un amigo, ni el amor incondicional, como el que le une a sus hijos. Decenas de lágrimas invaden su rostro, que ajado por la realidad de una existencia efímera, limpian su mente obtusa y adoctrinada.

Como secuestrado por un ente superior, se despoja de la ropa que dobla y coloca junto a él, sobre el tronco. El perro, ahora sentado a su vera, lo observa sorprendido. Desnudo, avanza por las gélidas aguas próximas a la congelación. No pestañea. El perro ladra, y Marcos, flotando horizontal, con la luna observando sus movimientos, se deja mecer por la corriente, pantano adentro.

Seis años después.

Cada noche, el perro recorre la senda que desciende hasta la orilla del pantano. Ahora es Ainhoa la que saca a diario a pasear al perro. Nunca entendió lo ocurrido. Junto al tronco, ya carcomido, donde encontró la ropa doblada de Marcos se sienta y llora. El perro la mira, quiere decirla: se fue por allí, el haz de luna se lo llevó pantano adentro. Ella ve su reflejo en el agua; la luna, casi llena, aporta su luz, más plateada y poderosa cuanto más se pierde hacia el centro del lago. Su mente comienza a viajar cuando su terso rostro se refleja ondulante en al agua, a sus pies. Parece preguntarla si es feliz…

 

 

VIENTOS I

Confiado, caminaba relajado disfrutando de una tarde primaveral de octubre._ Nada habitual en Segovia, aunque los últimos años esta situación comenzaba a ser normal_ Esto lo pensaba mientras levantaba los hombros intentando protegerse del viento que comenzaba a arreciar con fuerza. Como si alguien lo soplase detrás de las orejas, descubrió sorprendido que en derredor no se agitaban las hojas de los árboles, ni siquiera la pelusa acumulada en la acera se inmutaba; sin embargo, él lo notaba cada vez con más furia tras su nuca, tanto que se asustó. Sentía golpes certeros de viento que lo obligaban a caminar más deprisa, empujándolo cuesta arriba en la calle donde su portal quedaba más lejano a cada paso. Su vecina Marisa paseaba con su pequeña perra Cora sin despeinarse. Encendió un cigarro y lo saludó al cruzarse con él.  Alejandro dio un traspié y casi cae al suelo incapaz de detenerse a cortejar a la mujer que desde hacía meses intentaba camelar.  Su esposa aprovechaba para relajarse y leer. El paseo de su intratable marido era el único momento  de liberación que intentaba aprovechar cada tarde.

-Tengo prisa.- Consiguió balbucear Alejandro apurado.

-No te preocupes. Que vaya bien.- Sin mirarle consultó su teléfono móvil que vibraba en ese instante.

Alejandro intentó girar la cabeza para ojear el trasero de Marisa, pero el viento se lo impidió. Incapaz de comprender lo que sucedía, decidió regresar a casa. Nada. El puñetero viento marcaba su paso y dirección. En cuestión de minutos, el envejecido porche donde tantas veces correteó de niño lo protegió del sol. El yugo gaseoso consintió que se detuviese un instante. Su padre descansaba en una silla de plástico de terraza de una marca conocida de refresco. _ ¡Oh, no!_ Pensó_ Ahora a soportar la misma monserga de siempre. Y este jodido viento que no me deja en paz._ Su padre disimuló fingiendo dormir; desde el fallecimiento de su esposa, el carácter, siempre divertido y dicharachero del viejo Mariano se tornó agrio y antisocial; escondido tras una máscara de cristal la pena lo consumía. Alejandro dispuso de tiempo para saludar a su padre, el viento se lo permitió, pero lo pudo el egoísmo y la falta de empatía. Su viejo era un pesado chocho inaguantable._ Mejor otro día._ Decidió. En cuanto este pensamiento apareció en su obtuso cerebro, el mini huracán, cual colleja desmesurada, lo obligó a seguir su camino. El miedo comenzó a suponer un pánico creciente. Algo paranormal que solo él sufría se apoderaba de su voluntad. En cuanto intentaba girar la cabeza, para ver al menos que fuerza lo zarandeaba como a un pelele, un intenso dolor de cabeza lo hacía desistir de inmediato.

-¡Qué coño quieres! ¿Quién eres? ¡Déjame en paz de una vez!

Gritaba al aire en vano. Otro empujón hacia delante. Ramiro, compañero del colegio lo vio aproximarse alborotado y no se lo pensó dos veces. Se cambió de acera. Siempre lo hacía. Intentaba evitar al mamón que arruinó su infancia. Durante años se mofó de su regordeta figura. Todas las burlas, por su culpa, se dirigían a él. Todavía se hacía el gracioso cuando se encontraban y soltaba algún despropósito cargado de ironía sin importar quién lo acompañara o el lugar donde se encontraban. Él se limitaba a agachar la cabeza y sumirse en un silencio resignado. Aceleró el paso cuando en paralelo sus miradas se encontraron uno a cada lado de la calle. Los pasos de Alejandro cruzaron con avidez, obligados por su mano opresora que violaba sin piedad su capacidad de decisión.

-¡¿Qué quieres?!- Ramiro, a la defensiva, esperaba un escarnio propio de su estupidez.

-Ramiro. Te parecerá una tontería, pero no puedo girar la cabeza. ¿Podrías decirme si hay algo en mi nuca? No es broma. No sé qué coño me pasa.

-Muy gracioso Alejandro. Vete a reírte de otro. Tengo mucha prisa.

-¡Ayúdame, Ramiro! – Pero su compañero de colegio ya se alejaba rápidamente.

Giró la cabeza instintivamente; de nuevo, un dolor insoportable atravesó de un lado a otro su cabeza obligándolo a berrear,  cayendo de rodillas sobre el duro cemento.

_Pero, ¿qué me pasa?_ Hasta pensar le dolía. Sus pasos lo llevaron contra su voluntad hasta la oficina que regentaba como director general. Un puesto logrado a base de injuriar a sus compañeros, criticar con falacias y falsas acusaciones al que se entrometía entre el puesto en el sillón del poder y su culo flácido. Ni siquiera se sonrojó cuando su mejor amigo, el que no dudó en recomendar al que como un hermano sentía, tuvo que dimitir para dejarle paso. A sus espaldas, con la cobardía propia del que enamorado de sí mismo no ve más allá de su ambición desmedida, lo traicionó. Se fue quedando solo, tan solo, que ni su abultado sueldo lo confería más que trepas que lo alababan para conseguir los favores que su posición le permitía. Pero muy arrogante, gozaba cuando le suplicaban una mejora de sueldo, o, con lágrimas en los ojos, ofrecían lo que fuese menester por un contrato indefinido. Eran esos momentos los que disfrutaba de veras.

Pobre ignorante, regresaba a su casa a medio día, donde su mujer vivía con él y se enamoraba cada día más de su profesor particular de francés. Un hombre humilde, sensible, cariñoso y particularmente atractivo. Otro pescozón ventoso lo devolvió a la realidad. Nadie lo esperaba en la oficina, pues por las tardes era cuando los trabajadores podían relajarse sin la presencia del malnacido tirano. Sus caras, un poema, pero no de amor; eran de odio fingido tras forzadas sonrisas y medidas risotadas si alguna broma, siempre de mal gusto, era escupida por sus apestados labios. Obligado a caminar, se topó cara a cara con una mujer de mediana edad. Limpiaba las oficinas desde hacía más de cuatro años. Se esmeraba con el despacho de Alejandro, pues no dudaba éste en corregir su actitud a gritos y delante del resto de trabajadores cuando alguna mota de polvo aparecía en cualquier recóndito rincón del despacho. Ocultó la mirada tras la fregona mientras Alejandro intentaba disimular una opresión en su cráneo que a punto estuvo de provocar la inconsciencia. Enseguida su segundo de a bordo, estirado, pues su estatura era casi la de un hobbit, se prestó a sostener a su jefe. Lo acompañó a su sillón, el deseado durante tantos años.

-¿Está usted bien, Don Alejandro?

-No, no lo estoy. Joder. ¿No lo ves? Y cierra la puerta, ¡cojones!

-Enseguida.- Y lo hizo.

Por más que miraba detrás de la cabeza de Alejandro, solo veía la gomina que gastaba en cantidades industriales. El resto del personal, angustiado por la presencia del bastardo que los sometía a condiciones de esclavitud, sentían la desazón y la angustia, pues, preocupados, se temían lo peor. La crisis de los últimos años podría terminar con alguno despedido. Cuanto más se acrecentaba su intranquilidad y sufrimiento, viendo como Alejandro vociferaba y golpeaba la mesa del despacho, más aumentaba el suplicio que lo atormentaba.  Una pequeña hemorragia se manifestó en las fosas nasales de Alejandro. Después, fueron sus oídos los que regaban el cuello de sangre, cada vez más abundante. Incapaz de soportar tanto dolor, se golpeaba la cabeza contra la pared gritando de desesperación. El nuevo candidato a director general, abandonó el despacho y ordenó que se llamara a emergencias inmediatamente, pero nadie movió un dedo. Insistió, con idéntico resultado. Alejandro tiraba de su cabello arrancando mechones que caían de sus dedos. La empleada de la limpieza no pudo evitar pensar en las horas extra que nadie le pagaría y necesitaría para limpiar toda la sangre que Alejandro ahora vomitaba sin parar. Asombrada por su falta de sensibilidad, continuó sus labores como si nada ocurriese. De repente, Alejandro quedó inmóvil, con la mirada perdida, sin vida. Por su mente, al borde de la enajenación por el sufrimiento soportado, como en un cortometraje demoledor, se vio mofándose de Ramiro, maltratando a su mujer, ignorando a su padre y disfrutando con las penurias, el miedo y la claudicación de sus subordinados.

De pie desde el ansiado sillón donde tanto daño y sufrimiento creó, se asomó al vacío desde la sexta planta. Una ráfaga de viento abrió la ventana, y otra, en sentido contrario, le confirió el último y mortal impulso arrojándolo al vacío. Su cuerpo inerte golpeó con furia el asfalto.

 

Dos días después, Gonzalo, un reconocido miembro de la iglesia de una péquela localidad de Teruel, visualizaba imágenes de menores desnudos en un ordenador portátil. Sintió un escalofrío en la nuca. Un golpe de aire cerró la ventana de la sacristía. Otro, lo obligó a ponerse en pie…

 

Continuará…

 

Su Mirada, siempre esa mirada.

Fue por casualidad, o quizá no; el caso es que lo miró apenas unos instantes y quedó herido para siempre por su enigmática mirada.

Comprendió que no es sencillo negarse a la evidencia. La atracción se precipitó tras compartir tan solo unas horas. Su mirada, siempre esa mirada…

Cada vez que la observaba  podía  navegar sobre un océano de emociones, de verdades por contar, de un incipiente amor sin cita previa que los envolvía en una fantástica burbuja donde nada más importaba. Fluía un río de sinceras confesiones, intimidades que nunca creyeron desvelar los unió encadenando sus vidas irremediablemente.

Otro día.

La razón quiso imponerse al corazón. Convencidos de sus sentimientos apelaron a la cordura de lo políticamente correcto, de la fidelidad al compromiso; a no vulnerar unos principios enraizados en ambas conciencias. Pero se rozaron… Él percibió su perfume, ella tembló al sentirlo cerca. Ella lo miró. Su mirada, siempre esa mirada…

Se fundieron en deseos de vidas compartidas, de viajes de ensueño. Perdidos entre auroras boreales soñaban juntos, inseguros, ansiosos por  besarse y preocupados por hacerlo. Un abrazo llevo a otro, una sonrisa a la euforia, una declaración a la pérdida de control y por una noche al olvido.

Mariposas que en letargo hibernaban volvieron a revolotear en sus estómagos. Miradas inquietas que todo lo desvelaban, a duelo se enfrentaban con sus cargos de conciencia, con su regreso a casa, con sus vidas más allá de lo irreal del momento.

La pasión alcanzó el clímax a media noche. Piel con piel intentaron un abrazo de contacto. Dormir sintiéndose cerca. No habría más noches, más dulces olores, más abrazos en rincones bajo una luna cómplice de sus amatorias fechorías. Un final deseado por ambos, adrenalina indomable en el anhelo hecho carne e incompatible con la consecuencia. Con el placer absoluto tan cerca, pero tan prohibido, ella escapó al deseo, él no quiso insistir. Antes de despedirse, ella posó una vez más sus indescriptibles ojos sobre él, cual ocaso inacabado, luego, suspiró.

Cada noche antes de dormir su recuerdo los mecía; las ganas de volverse a ver, de sentirse cerca, de seguir soñando, de viajar en volandas por el mundo, de la mano, en una vida perfecta por vivir, tan posible como inalcanzable. Tan real como utópica.

Su mirada, siempre esa mirada…

OKUPAS

poi

Cuando Ramón recibió la llamada de su hermano Román se temió peor.

-Hola Ramón. Lamento ser portador de malas noticias. Papá ha muerto.

Ramón encajó la noticia bastante bien. Esperaba que ocurriera más pronto que tarde. Padecía una  broncopatía crónica, y, fumador empedernido, a escondidas daba rienda suelta a su mortal vicio. Su primer pensamiento fue para su madre.

-¿Qué tal está mamá?

-Pues imagínate. Aún no se hace a la idea. ¿Podrás venir a tiempo?

-¡Claro! Imagino que hasta mañana no se le incinerará.

-Sí, así es.

-Cogeré el primer vuelo que salga.

-Vale Ramón, pues nos vemos en el pueblo.

-De acuerdo. Te llamo en cuanto llegue.

Ramón residía en Dublín. Consiguió trabajo como ingeniero informático en una multinacional dedicada al ocio virtual online. Dos años atrás abandonaba Segovia triste pero esperanzado. Las ofertas en España no cubrían las expectativas de Ramón que debía comenzar con un contrato temporal de media jornada y obligadas horas extra que nunca cobraría.

Esa misma noche se presentó en Madrid. Decidió pasar la noche en la capital y enfrentarse descansado al encuentro con la familia y al dolor de la pérdida sufrida. Quiso pasear por la Gran Vía y escuchar su idioma natal, el que tanto echaba de menos rodeado de gente, ruido y luces de neón.

Compró un piso en Segovia para obligarse de algún modo a volver a su ciudad. Pagaba religiosamente la letra mensual que podía permitirse gracias al buen sueldo que recibía de la empresa. Decidió viajar temprano y visitar su casa, ventilarla. Su hermano le informó que el sepelio sería a las once de la mañana, por lo que se comprometió a estar presente cerca de las diez.

Caminaba con extraña mezcla de sensaciones. Tristeza por la muerte de su padre y melancolía por recorrer las estrechas calles del casco viejo segoviano. Se acercaba hacia su vivienda. Extrañado observó que las ventanas permanecían abiertas de par en par y las persianas permitían la entrada de los primeros rayos de luz de la mañana. Apretó el paso hasta posicionarse debajo del balcón del primer piso, el suyo. Alguien cantaba a voz en grito desde su casa, Ramón no daba crédito.

Por suerte conservaba copia de las llaves del edificio. Entró como una exhalación y de dos en dos subió los escalones. Cuando intentó abrir la puerta con la llave correspondiente una mueca de confusa desaprobación se reflejó en su rostro. Habían cambiado la cerradura. No tuvo elección. Llamó al timbre intentado mantener la compostura. Una mujer joven, de unos treinta años de edad abrió la puerta. En su regazo un bebé lloriqueaba.

-Hola. ¡Qué quieres!

-¿Que qué quiero? Pues entrar en mi casa.

-Pues ahora es la mía. -Acto seguido cerró la puerta en las narices de Ramón.

Éste enfureció y aporreó la puerta, indignado.

-Si tienes algún problema llama a la policía.- La joven habló desde el otro lado de la puerta.- Esta vivienda estaba vacía y mi familia y yo la hemos ocupado.- Su tono retórico y burlón no ejerció mejor influencia en Ramón que sintió como la cólera se apoderaba de él.

Consultó su reloj y comprobó que debía darse prisa o no llegaría a tiempo a las exequias. Bufó de rabia y abandonó el lugar consternado.

Por suerte consiguió el último asiento en el autobús hacia su pueblo.

Como era costumbre, prácticamente todos los habitantes de la localidad acompañaban a los familiares en el tanatorio. Decidió abordar el problema de la ocupación más adelante y centrarse en lo solemne del momento. Román acompañaba a su madre y Ramón caminaba justo detrás de ellos. Sus pensamientos ahora estaban con su padre. El más cabezota de las personas que había conocido. No pudo evitar sonreír, pues recordó situaciones que otrora dantescas, hoy evocaban la risa al revivir de nuevo. Avanzó hasta colocarse junto a su madre. La abrazó. Y así los tres en un solo y silencioso respirar despidieron a Manuel.

Tras  recibir las cenizas, su madre se las confió a Ramón.

-Busca un lugar hermoso allí, donde tú vives. En uno de esos acantilados tan verdes y tíralas al mar.

-Como quieras mamá. Así será.

En la sobremesa Ramón compartió el problema de su vivienda con Román, aprovechando que su madre descansaba.

-¡No puede ser! Estuve la semana pasada. Voy cada quince días, como acordamos.

-Al menos me consuela que solo lleven unos días. El caso es que no tienen intención de irse. Hasta me han dicho que llame a la policía.

-No lo hagas.- Interrumpió Román.- Solo conseguirás que permanezcan dos años hasta que el juez ordene su salida. Todo ello sin contar que removerán Roma con Santiago para evitar y retrasar en lo posible el desahucio.

-Y entonces… ¿Qué hago?- Lo dijo algo acongojado. Empezaba a ser consciente de la situación.

-Pues solo existen dos maneras: la legal y atenerte a las consecuencias o echarlos a la fuerza.

-¿Qué quieres decir? ¿No estarás pensando…?

-¡No hombre, no! Además, no conozco a ese tipo de personas.- Román Rió divertido.

Pero el recuerdo de su padre borró la sonrisa. Se sintió culpable por bromear con las cenizas de su padre aún calientes.

-¿Entonces?- Interrogó Ramón angustiado de veras.

-Yo esperaría a que saliesen de casa y la ocupaba de nuevo. Quédate unos días; vigila la casa, y cuando lo tengas claro llamas al cerrajero para que te cambie la cerradura y sacas todas sus pertenencias para que no puedan demostrar que la habitan.

Ramón quedó pensativo. Su mano sujetaba la frente. Sentados enfrentados tomaban café en la mesa de la cocina.

-Creo que tienes razón.- Dijo Ramón unos segundos después. -Espero que no tarden mucho en dejar solo el piso y que el cerrajero se dé prisa.

-Llámame y si puedo me acerco, por si se complican las cosas.

-De acuerdo. Y gracias Román. Por cierto no comentes nada a mamá de esto, que ya tiene bastante la mujer como para preocuparla.

-¿Te quedas a dormir?-Añadió Román.

-Sí, mañana vuelvo a Segovia. Si no te importa me quedo en tu casa estos días.

-Claro. Contaba con ello.

Tres días de vigilancia intensiva dieron su fruto. De siete a ocho de la tarde el joven matrimonio y su hijo salían a pasear una hora aproximadamente. Era su oportunidad. Como acordaron llamó a su hermano que presto se dirigió al domicilio. Cuando llegó Román el cerrajero ya casi había concluido su labor. Cobró lo adeudado y se marchó. Cuando entraron en la vivienda comprobaron que los muebles continuaban tal cual los dejó Ramón. En una de las tres habitaciones encontraron una cuna, una mesa de planchar y ropa en un cesto. En otra habitación, un armario desmontable con ropa colgada en las perchas y un viejo edredón sobre la cama evidenciaba cual usaba la pareja para su descanso.

La cuna y la ropa del bebé hicieron que Ramón pensara dos veces sacar todo al portal. Pero sabía que de lo contrario no podría disponer de su casa y era el fruto de su esfuerzo. Además, no tardando mucho era su intención volver a Segovia. Se armó de valor y con la colaboración de Román en un par de minutos todos los enseres de los okupas quedaron amontonados en el portal. Ramón se acomodó en el sofá del salón dispuesto a pasar la noche en su casa, temeroso de que volvieran a intentar entrar. No tardó en escuchar gritos e insultos varios. El padre blasfemaba y maldecía su suerte. La madre ahogaba su llanto meciendo a su bebé. Sabedores de que nada podían hacer, acumularon sus pertenencias depositándolas en el carrito del bebé y salieron a  buscar un lugar donde pasar la noche. Ramón se asomó al balcón que daba a la calle. Sin saber por qué, sentía un cargo de conciencia inexplicable. El padre se giró y miró en su dirección. Sus miradas se cruzaron.

-Estarás contento ¿eh? Hoy dormiremos en la calle. Muchas gracias.

Ramón respondió airado.

-Esta es mi casa. Ni siquiera la he pagado aún. Yo estoy trabajando duro para poder tener un lugar donde vivir. ¡¿Qué quiere?! ¡¿Que se la regale?!

Su oponente dialéctico se aproximó hasta quedar debajo del balcón. Ramón entonces creyó reconocerlo.

-¿Samuel? ¿Eres tú?

Efectivamente era Samuel. Su mejor amigo hasta que cada cual eligió distinto destino y se separaron cuatro añas atrás.

-¿Ramón?

Mudos se miraron durante tres segundos infinitos. Múltiples sensaciones peleaban entre sí y desarmados ninguno supo qué decir. Ramón agachó la cabeza, Samuel hizo lo propio. Despacio dio la vuelta dirigiéndose hacia su mujer y su hijo. Ella le miró comprensiva y se abrazaron. Despacio siguieron su camino. Ramón corrió escaleras abajo y los alcanzó.

-Samuel, ¿no me vas a presentar a tu familia?

-MI mujer, Gema. Y este pequeño es mi hijo Ramón.

-Le pusiste Ramón por…

-Sí.- Interrumpió Samuel.- Por ti.

 

LUNAI, EL CHICO DE LA SELVA

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Ensimismado memorizaba cada detalle de un viaje soñado. Gerardo intentaba fotografiar todo a su alrededor. La pista de arena que serpenteaba a través de la selva no ofrecía la posibilidad de plasmar una imagen aceptable en una vorágine de curvas, baches y cambios de rasante.

Gerardo no cuestionaba la pericia del conductor, pero mantenía que yendo  más despacio, la docena de ocupantes del mini bus que los trasladaba a la población Puerto Maldonado, en la amazonia peruana, no se golpearían constantemente contra los cochambrosos reposabrazos de los asientos, importunando sin quererlo a los compañeros de butaca.

Un brusco frenazo desplazó a todo el personal contra el asiento de delante. Una joven austriaca no pudo reprimir un grito. Al unísono, doce cabezas asomaron por el corredor central intentando buscar la causa de la inesperada maniobra. Un enorme tronco bloqueaba el acceso. Por los comentarios del conductor y uno de los guías que viajaba en el asiento del copiloto, un rayo había causado el estropicio. Tardarían al menos media hora en liberar el camino para poder continuar.

_No hay mal que por bien no venga_ Pensó Gerardo, que encontró la oportunidad que necesitaba para tomar unas fotografías con su cámara profesional Nikon1 AW1. Consultó su reloj; las diez y cuarto de la mañana. Comentó a Lucía, la mujer de edad avanzada y de nacionalidad colombiana que compartía asiento con él, que daría un paseo y que no tardaría más de veinte minutos en regresar. El contrariado conductor buscaba una motosierra en un departamento en la parte trasera del vehículo donde guardaba alguna herramienta y la rueda de repuesto.

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Intentó no alejarse demasiado, pero enseguida observó aves de alas coloridas y picos anaranjados que parecían posar para él. Enfrascado en su labor se introdujo unos metros selva adentro. Procurando encontrar la luz perfecta para retratar, alzó la vista al cielo. El sol se escondía tras el ramaje intenso de árboles de gran altura, cuyas copas, inaccesibles, a modo de paraguas, liberaban al bosque de su influencia directa. Apenas unos rayos se filtraban desapareciendo y reapareciendo cuando el viento movías las hojas a su antojo. La humedad era tal, que la camisa de Gerardo, cual segunda piel, estaba empapada en sudor, como sus pantalones cortos, e incluso la ropa interior. La gorra con la que se protegía la cabeza, tras absorber el líquido salado hasta saturar su tejido, cedió y las gotas de sudor comenzaron a resbalar incesablemente por el rostro de Gerardo. Decidió tumbarse y fotografiar el mar de copas de árboles desde el suelo, pues la imagen con esa perspectiva le resultó digna de inmortalizar. Cuando se incorporaba, la cámara de fotos se desprendió de sus manos tras el sobresalto que experimentó ante una presencia inesperada. Ahogó un grito de pánico cuando descubrió que el motivo de su estupor era un niño de unos doce años de edad que lo observaba divertido y con los ojos muy abiertos. El niño avanzó unos metros y recogió la cámara del suelo, la observó curioso y trató de devolvérsela al estupefacto Gerardo. Por fin reaccionó y algo más tranquilo se acercó despacio hacia el indígena que seguía sonriendo amigablemente. Éste, tal como se preveía, alargó el brazo y Gerardo recogió la cámara de su mano.

                        -Muchas gracias. Me has dado un susto de muerte. ¿Vives por aquí?- Gerardo probó suerte intentando entablar una conversación con aquel muchacho que parecía tan agradable.

                        -Lamento haberte asustado. Te he visto en el suelo y pensé que te había ocurrido algo. Mi nombre es Lunai y vivo a una hora de aquí, en aquella dirección.- Se giró señalando con el dedo selva a dentro justo a su espalda.

            Gerardo, notablemente apurado, pues la hora de regresar con el grupo se acercaba, le explicó hacia donde se dirigía y le consultó si podrían verse de nuevo, convencido de que podría mostrarle lugares espectaculares para plasmar en su blog fotográfico, uno de los más visitados del país.  Un plan más apetecible que conocer Puerto Maldonado, pues la continua visita de turistas se había incrementado con los años, perdiendo el encanto propio de una población de la selva y modificando su estilo de vida hacía la atención y disfrute de los viajeros.

                        -Creo que el autobús se marcha ya.-Anunció Lunai encogiéndose de hombros.

                        -¡¿Qué?! ¿Cómo lo sabes?

                        -Si prestas atención aprendes a escuchar. El ruido del motor es inconfundible y ya se encuentra lejos de tu alcance.

            Gerardo corrió tras sus pasos deseando que el muchacho estuviese equivocado. Su maleta viajaba en el techo del autobús arremolinada con la del resto de turistas y aventureros. El tronco de árbol horadado en la cuneta ya no estorbaba; donde instantes antes las ruedas del autobús rodaban, Gerardo encontró una nota escrita en un pañuelo de papel. Así decía: lo siento. No han querido esperar. Hemos gritado, pero no nos has oído. Buena suerte. Lucía.

            Gerardo incrédulo se sentó en el suelo. Consultó el reloj de muñeca que marcaba en ese instante las once menos cuarto; justo la media hora que supuestamente tardarían en partir. Lunai con suavidad posó su mano izquierda sobre el hombro derecho de Gerardo.

                        -No te preocupes. Yo puedo llevarte a Puerto Maldonado. Todos van allí. Conozco el camino.

                        -¿De veras? Pero…está muy lejos. Quedaban aún tres horas de camino cuando hemos parado.

                        -La carretera rodea lugares inaccesibles, podemos atravesar a pie la selva y llegar en cuatro horas.

            Por un instante Gerardo vio la luz y suspiró aliviado. No todo estaba perdido, llevaba consigo la documentación, el dinero, una mochila con comida, agua y la cámara de fotos.

                        -¿Nadie te espera?- Interrogó preocupado porque alguien echara en falta al crio.

                        -De camino pasaremos por mi aldea y conocerás a mi padre. Él estará de acuerdo. Es honorable y reconfortante para el espíritu ayudar a los demás.

                        -Hablas muy bien mi idioma. ¿Todos lo habláis?

            Lunai sorprendió a Gerardo con una mirada compasiva, propia de un anciano. Irradiaba sabiduría y comprensión. No fue capaz de sostener la suya y terminó por agachar la cabeza y esperar.

                       -Hace muchos años un español cayó enfermo explorando la selva. MI abuelo lo recogió en su último aliento de vida, pero consiguió salvarlo y permaneció con nuestro poblado cinco años. Intercambiaron creencias, filosofías de vida e idiomas. Pronto él habló nuestro idioma y nosotros el suyo. Desde entonces se ha mantenido entre nosotros en recuerdo de aquel español que con gran pena se marchó para no volver más.

Gerardo comenzó a vislumbrar una oportunidad antes inimaginable. Podría prescindir de su maleta y acompañar a Lunai, conocer a su familia y permanecer con ellos unos días. Luego siempre podría coger el autobús de vuelta con la ayuda del joven indígena. Así se lo trasmitió al chico que seguía con su mano sobre el hombro de Gerardo y éste sentado en un insólito cuadro surrealista. Lunai, de nuevo, incrustó sus ojos negros como el carbón en los de Gerardo, que esta vez aguantó unos segundos avergonzado de ceder ante un adolescente.

            -Creo que sí. Pareces una buena persona. Mi padre tendrá la última palabra. Vendrás conmigo hasta mi poblado, comerás y descansarás, y si mi padre acepta que vivas en nuestro hogar unos días, así será.

Gerardo entusiasmado por la propuesta se incorporó decidido a seguir a su nuevo amigo hasta el poblado. Pero el chico se detuvo en seco y se giró hacia él.

                        -Una cosa más.- Gerardo asintió intrigado.- Una vez lleguemos a mi poblado no podrás hacer fotos.

                        -De acuerdo.- Algo contrariado aceptó la condición.

Una hora más tarde Gerardo era recibido en el poblado de Lunai. El padre del muchacho salió de su cabaña como si esperase la visita. En un idioma desconocido para él, Lunai puso en antecedentes a su padre y éste escuchó atentamente. Cuando Lunai terminó de hablar el padre se dirigió a Gerardo.

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                        -Mi nombre es Saloe. Disculpa a mi hijo. Debería haberme hablado en tu idioma, pues lo conocemos y lo contario denota mala educación. No tenemos nada que esconder. Sé bienvenido a nuestro poblado.

                        -¿Puedo entonces convivir con vosotros unos días aquí, en vuestra aldea?

            Saloe esbozó una sonrisa comprensiva. Entonces supo Gerardo de dónde procedía la de Lunai.

                        -Me recuerdas a alguien que ya estuvo aquí antes que tú. La impaciencia debe ser algo común en vuestras ciudades. Ahora comeremos, luego daremos un paseo y después, serás tú quien decida quedarse o no. ¿Estás de acuerdo?

                        -Sí, lo estoy.

Saloe mostraba sus arrugas sin complejos. Vestía una piel de animal que ocultaba desde el ombligo hasta las rodillas su delgado cuerpo; dos pulseras en su mano izquierda y un bastón más alto que él, eran su única indumentaria. Sus pies, descalzos.  El poblado formaba un semicírculo en una explanada en torno a una hoguera central, ahora apagada. Se podía intuir la cercanía de un río y los ruidos de la selva en toda su expresión se escuchaban en derredor. Media docena de niños correteaban y reían por la presencia de Gerardo. Los más mayores se sentaban a las puertas de sus cabañas sin expresión alguna. El resto continuaba  sus tareas sin mostrar sorpresa por el visitante. No hubo camino o senda por el que caminar en su aproximación al poblado, por lo que si no se conocía perfectamente su ubicación, era realmente improbable localizarlo a través de la selva.

Gerardo comió sin saber muy bien qué lo que se le ofreció, bebió un licor dulce de color blanco que recogían de una planta según pudo averiguar y descansaron la comida media hora, lo que aprovechó el invitado para darse a conocer más profundamente. Saloe y Lunai escuchaban atentos a Gerardo.

                        -Demos un paseo.- Interrumpió Saloe incorporándose e imperando por encima de lo que en principio denotó su cordial tono de voz.

Lunai solicitó con la mirada permiso para acompañarlos. Su padre aceptó en la idea de que la conversación serviría de aprendizaje para su hijo. Poco después los tres se perdían dejando atrás el poblado hacia una zona más elevada.

                        -No creo que pudiese acostumbrarme a vuestro estilo de vida.- Gerardo más que iniciar la conversación parecía pensar en voz alta.-No me entendáis mal, quiero decir que echaría de menos ciertas comodidades de las que ya soy casi esclavo.

                        -¿Por ejemplo?- Consultó Saloe con la intensa mirada de su hijo Lunai sobre él.

                        -El agua corriente, la luz…

Pero entonces padre e hijo rieron estrepitosamente. Circunstancia que sorprendió y ruborizó a Gerardo que no comprendía.

                        -¿Luz?- Padre e hijo extendieron sus brazos al cielo.- Toda la quieras. ¿Agua corriente? Síguenos…

Gerardo no se atrevió a responder. Atento siguió a sus misteriosos y hospitalarios interlocutores ladera abajo. Pocos minutos después, de nuevo sumergidos en la selva profunda, varios arroyos confluían en uno de mayor tamaño. Caminaron un poco más hasta que el rugir de un torrente de agua cayendo captó la atención de Gerardo. Aupados a una roca de tamaño suficiente para que los tres observaran con comodidad, una cascada de tres metros de altura rompía violentamente bajo sus pies.

                        -¿Necesitas más agua corriente?- Saloe escrutaba el rostro de Gerardo que no encontraba una respuesta plausible.

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                        -De acuerdo. Dos a cero.- Claudicó ante la obviedad.- Pero…

                        -Adelante. Habla sin temor.- Saloe, ante la indecisión de su invitado lo animó a continuar.

                        -¿Sería feliz únicamente rodeado de selva? Creo que no. No sabría qué hacer. Desconocer lo que sucede en el resto mundo sería difícil para mí. Viajar a otro país si me apetece…-Se rascó la barbilla y continuó.-Simplemente leer un buen libro o disfrutar de una buena película hasta la madrugada.

Saloe con la mirada perdida en el batir de las aguas, buscaba las palabras oportunas para responder a su curioso invitado.

                        -Vuestra civilización parece buscar la felicidad en lo banal, en lo perecedero. No comprendéis que la felicidad es el estado natural del ser humano- Esperó varios segundos para que sus palabras calaran lo suficiente en el fotógrafo antes de continuar.- Has estado en mi poblado. ¿No has visto la felicidad en los ojos de los niños y del resto de mujeres y hombres que lo habitan? Habéis creado falsas necesidades a las que estáis sometidos, dejando que pocos decidan como viven muchos. Trabajáis para ganar dinero con el que pagar lo que os dicen que tenéis que comprar para ser felices. Es indiferente cuánto ganéis, nunca es suficiente.- Ahora sonrió consciente de que sus palabras descolocaban a Gerardo.- Una vez al año os permiten disfrutar de un mes de vacaciones que aprovecháis para visitar y hacer lo que realmente queréis. Creo que lo llamáis…desconectar. Muchos buscan el descanso en la naturaleza, lejos del ruido, la polución y el estrés que soportáis porque así lo queréis. Si no, ¿qué haces aquí? Nosotros siempre estamos de vacaciones.

Desconcertado, Gerardo midió bien qué contestar al veterano indígena que parecía tener respuesta para todo. Creyó encontrar algo irrefutable.

                        -Y qué me dices del conocimiento, la cultura universal o el descubrimiento de las nuevas tecnologías.

                        -Me caes bien. Eres obstinado pero inteligente. Tú cultura no es mejor ni peor que la mía, las dos se han arraigado desde la necesidad de cada pueblo para preservar la sabiduría acumulada. Vosotros a través de la lengua escrita inmortalizáis los descubrimientos que alientan vuestro progreso. Pero ahora entramos en eso. Mi padre aprendió del suyo todo lo necesario para sobrevivir y continuar experimentando, pero desde el respeto. Yo lo aprendí de él, y así ha sido durante siglos. Pero sí hemos evolucionado en lo que concierne a nuestra tribu y nuestro entorno. Hemos sabido siempre lo que somos y de dónde venimos. ¿Vuestra civilización lo sabe? No es evolución ni progreso todo aquello que provoca un estado contrario a la salud propia y del entorno al que pertenecemos. Vivimos en paz real y espiritual. ¿Vosotros también? Ni siquiera pensáis en ello. Vais hacia la automatización de vuestras almas.

                        -¡Uf! Dame unos minutos, pues acabas de tirar por tierra mi filosofía de vida.- Gerardo necesitaba meditar lo que acababa de escuchar.

La inevitable prepotencia que otorga el ego de creer que se es más evolucionado y culto que un indígena de la selva profunda se hizo añicos ante una verdad indiscutible en las palabras de Saloe. Las dos preguntas clave formuladas en su última intervención, despertaron aún más la curiosidad de Gerardo y la excitación que ya no se molestaba en ocultar.

                        -Dices saber quiénes somos y hacia dónde vamos. Explícate por favor.

                        -Siempre hemos sabido que pertenecemos a un todo, que formamos parte de lo que nos rodea, del milagro de la vida. El mundo que llamáis civilizado se ha empeñado en buscar respuestas en un Dios ajeno, al menos externo a vosotros, los que creen y los que no. Pues vuestro Dios se representa como una entidad todopoderosa creador y dueño de vuestras almas, alguien a quién culpar de las fatalidades y quien venerar por las alegrías. Se os olvida buscar dentro de vosotros. Cuando dispongáis de tiempo para pensar en ello, descubriréis por fin que vosotros sois Dios y Dios es vosotros y nosotros, lo es todo y nada en concreto. No es algo ni alguien. Está por todas partes. ¡¿Cómo no lo veis?!

Gerardo frunció el ceño confuso.

                        -Tómate tu tiempo en digerir mis palabras. Espero no estar ofendiendo tu fe o credo, si es que lo tienes.

                        -No, no es eso Saloe. Quizá sea demasiada información para mi oxidado cerebro.

                        -No has de preocuparte. No creo en la casualidad, por ello sé que has aparecido en mi poblado porque así había der ser. Espero que consigas pronto encontrarte a ti mismo; que aprendas a mirar con el corazón y a actuar en consecuencia; que priorices en pos de la verdad, la que sale desde dentro de tu alma y te dejes llevar por tu destino, sin miedos ni ataduras; sin excusas amigo Gerardo. Vuestras vidas, a rebosar de bienes materiales, están tan vacías…

                        -Has dejado un tema pendiente, el del progreso.

                        -Bien. ¿Hacia dónde progresáis?

                        -La ciencia ha evolucionado mucho.- Contestó Gerardo seguro de sus palabras en esta ocasión.- La medicina ha salvado muchas vidas. Sabemos más de la creación del universo, de la formación de las estrellas… La comunicación es la verdadera revolución del siglo XX y lo que llevamos del siglo XXI. Todo lo que necesitas saber lo tienes a mano en un clic de un teclado o en tu propio teléfono móvil.

                        -Aún no me has respondido.

                        -Creo que nadie lo sabe, pero es imparable.

Saloe suspiró meditabundo.

                        -Intentaré sintetizar para responder a todas tus alusiones. La evolución del hombre conlleva una gran responsabilidad. La capacidad del ser humano para someter al resto del planeta a su albedrío nos está exterminando a todos. El progreso ha destruido muchas más vidas de las que ha salvado. Cuantos más artilugios de comunicación tenéis a vuestro alcance, más solos os encontráis. El acceso a la información mundial es gestionado mayoritariamente con un solo fin, enriquecerse. Es el ansia de poseer, de poder lo que os corrompe las entrañas y nada ni nadie parece poder pararlo. Tenéis una pandemia que vuestra avanzada tecnología alimenta, y vuestros líderes utilizan para engordar su ego. ¿De veras crees que yo necesito más de lo que tengo? Sé quién soy. Comparto mi vida con mi familia a la que amo. Doy gracias cada día de poder disfrutar de la naturaleza a la que respeto y protejo como parte de mí, que es lo que es, o yo de ella, que es lo mismo. Descanso plácidamente cada noche con mi conciencia tranquila, pues estoy donde deseo estar.

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Sin darse cuenta y concentrados en la conversación, la tarde se retiraba lentamente dejando paso a una preciosa noche estrellada. Saloe invitó a Gerardo a pasar la noche con ellos y decidir qué hacer al amanecer. Cuando regresaron al poblado la fogata alumbraba con intensidad. Sombras bailaban en derredor como almas libres. Todos los habitantes sentados al fuego charlaban amigablemente, riendo y bromeando. Los niños jugaban alrededor. Saloe, Lunai y Gerardo se unieron al grupo. Saloe propuso que se hablara en castellano para que el invitado pudiese participar en las amenas conversaciones, gesto que agradeció Gerardo asintiendo con la cabeza. Diferentes anécdotas, fábulas y vivencias se expusieron hasta la madrugada. Cuando la luna se encontraba en el punto más alto del impresionante cielo nocturno de la selva, se levantaron y recogieron en sus diferentes cabañas. Gerardo durmió sobre un colchón de ramas y enormes hojas arropado por una piel que lo cubría por completo.

            El despertar fue violento e inesperado. Gerardo que no entendía nada corrió hacia la hoguera, ahora brasas aún incandescentes donde todos se hacinaban con gestos de preocupación y gritos de lamento.

                                   -¿Qué ocurre Lunai? – Interrogó Gerardo aturdido.

El chico abatido cogió la mano de Gerardo y selva adentro caminaron durante cuarenta minutos. Una decena de excavadoras arrasaban todo a su paso, trabajando afanosamente para dar comienzo a una nueva carretera que atravesaría la selva, justo en la dirección donde se establecía el poblado de Lunai.

                                   -Pero…No puede ser. Hay dos parques naturales y una reserva nacional. Son espacios protegidos.- Gerardo desolado no creía lo que veía.

Se arrodilló abatido y furioso a la vez. De nuevo una mano firme se posó con delicadeza sobre el hombro de Gerardo. Era la de Lunai.

                                   -He de volver ya.- Informó el muchacho afligido.-Es hora de hacer fotos, antes de que nos alcance el progreso y no quedé nada que fotografiar.

Gerardo lloró desconsolado mientras Lunai desaparecía entre la espesura.

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                                                                          FIN

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