EL CLIENTE

Se acaricia el cabello, ausente. Con la mirada perdida en el horizonte gris, parece escrutar tras los cristales de la ventana del salón su vida trascurrir sin ilusión ni esperanza. Comienza una mañana más que predecible; una mañana aburrida, soportando al mismo jefe iracundo, barrigón y lascivo. Diez horas de sonrisa postiza y corazón roto.

Su hija Penélope la ve partir, disimula estar dormida. Sabe del sufrir de su madre por dejarla sola. Cuenta diez años y no ha conocido a su padre. Al parecer desapareció cuando era tan solo un embrión y supo de su existencia, al menos eso le oyó contar a la abuela. No sabía lo que era un embrión, pero tampoco le importaba.

Marina camina cabizbaja. Maldice su suerte y esa puñetera noche que bebió de más y razonó de menos. Que por no quedar como remilgada cedió a las pretensiones del chulo del barrio. Siempre estuvo enamorada de Luis. Desde niña adoraba sus ojos verdes, pero hasta que no cumplió los dieciséis y Marina desarrollo su cuerpo por completo, apenas la miró. Ahora con veintiséis cumplidos tiene miedo de no volverse a enamorar. Ser madre le ha cambiado la vida. Prematura se esfumó la adolescencia, se evaporó entre pañales y biberones. Dejó los estudios para poder ocuparse económicamente de su hija, a la que adora. Sus padres hacen lo que pueden, pero obreros y con pocos recursos, apenas sí tienen para salir a flote pagando una hipoteca desmesurada y con otros dos hijos que mantener.

Penélope intenta buscar una solución que haga sonreír a su madre. Sabe que es buena y trabajadora, que llora sus penas y disfruta sus alegrías, que siente paz cuando la abraza cada tarde y llega al hogar derrotada y hastiada de un sistema que se come su salud y compra muy barato sus servicios. La abuela pasará en un rato y dejará la comida hecha. Si tiene tiempo la acompañará al parque. Es domingo, y ella querría salpicar de color el día. Bailar, correr, saltar con las niñas y niños de su edad.

Marina saluda cordialmente. Aparca sus miedos y temores, su frustración, sus anhelos y deseos; todos quedan en la entrada de la cafetería Sussane. Su jefe, hombre de cincuenta y tantos, con barba de tres días y un humor de perros, lanza un beso desde la cocina donde prepara las mismas bandejas de pinchos cada día. Marina se refugia en el cuarto de baño. Su único nido de intimidad donde cobijarse cuando no puede más y quiere llorar, o solo olvidarse del mundo durante unos minutos. Se viste con el uniforme negro y demasiado corto impuesto por el jefe. Ella cubre sus piernas con unas mallas, negras también, a pesar de la insistencia en la negativa de Roberto, el jefe inmisericorde y necio.

La señora Teresa, viuda, de ochenta y dos años, cuenta de nuevo lo bien que lo pasaba en su juventud cuando vivía su marido y recorrían España en una autocaravana heredada por su tío. Una historia que Marina conocía de memoria.

-¿Una tostada?, Teresa.

-Sí hija, gracias. Ya sabes que me sienta bien.

-¿Qué tal tu hija Penélope? Estará hecha una moza, ¿verdad?

-Así es.

-¿Cuántos años tiene ya?- Preguntó Teresa mientras untaba la mermelada sobre la tostada.

-Diez años.

_Como el domingo pasado, y el otro, y el otro…_ Esto solo lo pensó. Roberto con la bandeja de aperitivos en la mano entró en la barra y se deslizó por detrás de Marina que en ese momento cobraba a Teresa. No dudó en acercarse lo suficiente, hasta que la camarera pudo oler su fétido sudor y pestilente aliento.

-Esta chica es un encanto. ¿A que sí Teresa?- Vomitó su boca mientras azotaba el trasero de Marina con un cachete que la enfureció sobre manera.

-Claro que sí.- Contestó la anciana.- A ver si pronto la casamos, que es muy joven y guapa.

-Yo ya se lo he propuesto, pero no quiere.- Rió su gracia que poca le hizo a Marina.

Cuando Teresa abandonó el local, Marina recriminó visiblemente cabreada la actitud de Roberto. Éste se mofó restando importancia al hecho y continuó con sus quehaceres ignorando su postura._ Si te ha gustado. No te hagas la estrecha._ replicó airado._ ¿Quién te va a tratar mejor que yo?

En ese instante lo patearía, habría escupido a la cara de ese malnacido tras golpearlo con la caja registradora hasta verlo suplicar por su vida, pero respiró hondo y huyó de sus pensamientos refugiándose en el almacén donde las lágrimas reventaron el frágil escudo que construía cada mañana. Deseó con todas sus fuerzas que Roberto pagara por los abusos que le brindaba su posición. Oyó gritar su nombre y salió de su cueva. Había un cliente que atender.

-Buenos días. Un café con leche, por favor.

Marina secó sus lágrimas, hecho que no pasó por alto el cliente que torció el gesto.

-¿Se encuentra bien?

-Sí. Cosas mías, no se preocupe.- Apuntó Marina tragándose el orgullo y con él la dignidad.

Era la primera vez que veía a ese hombre, pero a priori resultó cortés y educado.

-¿Algo más?

-No gracias. ¿Tiene algún periódico?

-Sí. Detrás de usted.

-Ya veo, gracias de nuevo.

Sin más se sentó en la mesa más alejada de la barra, pero desde donde se podía divisar cada rincón del café Sussane. Marina, curiosa, observaba al joven y apuesto cliente que las pocas veces que apartaba la vista del diario sonreía amablemente. Tomó un café tras otro hasta la hora de comer. Marina, curiosa, se acercó y consultó:

-¿Va usted a comer algo?

-¿Qué me recomienda?

-Que se vaya al bar de enfrente.- Bromeó en voz baja.

Entonces el cliente mostró la mejor de sus sonrisas y rió sin complejos el comentario.

-He observado a tu jefe toda la mañana. Eres consciente de que no tienes por qué dejarte tratar así, ¿verdad?

Aunque la pregunta pilló por sorpresa a la camarera, respondió como si de un viejo amigo se tratara.

-No es tan sencillo, sabes.-Lo dijo sin pensar.- Te puedo tutear, ¿verdad?

-Claro. Es más, lo prefiero. Yo ya lo he hecho.

En pocos minutos y hasta que Roberto increpó a Marina por entretener a los clientes, relató por qué soportaba a aquel energúmeno. El amor a su hija, la situación económica que atravesaba y el sentimiento de impotencia que la asolaba desde que sola se hiciera cargo de su pequeña familia. El cliente escuchó mudo. De nuevo una sonrisa regresó a su rostro.

-¿Algo que haya dicho te divierte?- Interrogó Marina desde la barra mientras escurría la bayeta para limpiar por quinta vez la encimera.

-No me divierte, pero me hace muy feliz haberte encontrado. Te voy a pedir un favor.- Hurgó en el bolsillo de su americana y extrajo un sobre que entregó a la estupefacta camarera.- Prométeme que no lo abrirás hasta el martes a medio día.

Ella asintió incrédula y despidió al extraño personaje que sin prisa abonó la cuenta y se marchó irradiando felicidad.

A las siete de la tarde se dirigió a su domicilio con el sobre en el bolso muerta de curiosidad. En cuanto abrió la puerta de su casa todo ocupó un segundo plano, Penélope la comió a besos y se abrazó como si de un pulpo de tratara. El día siguiente era lunes y libraba. Nada ni nadie la impediría disfrutar de su hija cada momento. Cuando el sueño venciese a la pequeña, indagaría por internet buscando ofertas de empleo, algo ilusorio en un país sumido en la crisis económica.

El lunes acompañó a Penélope al colegio. Cuando regresaba a casa escuchó las sirenas de varios vehículos policiales que a gran velocidad se dirigían calle arriba. Poco después fue una ambulancia la que presta subió la cuesta hasta detenerse a doscientos metros de su posición.  La cafetería Sussane quedaba a esa altura, por lo que Marina se acercó intranquila. Los lunes Roberto no abría el negocio, pero solía aprovechar para realizar algún arreglo o revisar el almacén durante un par de horas. Algo azorada comprobó que efectivamente habían acordonado la calle y el personal sanitario salía del establecimiento. Cuando quiso acercarse para comunicar a los agentes su vinculación con la cafetería, Teresa cogió su brazo.

-No entres Marina. Ha sido una desgracia.

-Pero… ¿Qué ha ocurrido? ¿Usted lo sabe?

-Sí, cariño. Venía de comprar el pan y he escuchado lamentos y pedir ayuda desde el bar. Me he asomado, pues la puerta estaba abierta y ahí estaba Roberto, agonizando con la cabeza bajo la caja registradora y pataleando sabedor de que moría. Me ha parecido escuchar “piedad” cuando me he acercado, pero no había nadie más.

Marina tardó un par de minutos en asimilar la noticia. Un cúmulo de dudas se forjó en su mente con el miedo a perder su empleo como principal problema. Se sentó en el bordillo de la acera. Una decena de vecinos y viandantes se acercaron movidos por el morbo y la curiosidad.

-He de ir a declarar.- Dijo por fin Marina.- Tarde o temprano me preguntarán.

-Bien.- Respondió comprensiva Teresa.- Te estaré esperando aquí. He de hablar contigo.

Confusa Marina se identificó como trabajadora y respondió a las preguntas que formularon los agentes. La pidieron sus datos personales y dejaron que volviera a casa hasta que fuese reclamada para alguna aclaración. Cuando se apeó del furgón policial Teresa esperaba pacientemente.

-¿Qué voy a hacer ahora? Necesito el dinero.- Marina rompió a llorar.

-Pues si te crees capaz de llevar el negocio, es tuyo.- Aseveró Teresa.

-No entiendo, Teresa. ¿Qué quieres decir?

-El local es mío, cariño. Lo tenía alquilado Roberto, y, sinceramente, siempre me pareció un gilipollas. No es que me alegre de lo que ha pasado, pero tampoco es que lo sienta. Tómate el resto de la semana para pensarlo. Si te decides, tuyo es.

Marina no daba crédito. Podía convertirse en su propia jefa. Roberto había fallecido. No pudo evitar recordar que además había sucedido justo de la manera que ella deseó el domingo por la tarde, cuando una vez más acarició su trasero. De repente la imagen del joven cliente que la entregó el sobre le vino a la mente. Se preguntó si tendría que ver con la muerte de su jefe. Decidió cumplir la promesa y no abrir la carta hasta el día siguiente a medio día.

La mañana del martes, al regresar del colegio, fue al encuentro de Teresa. Lo tenía claro, se encargaría de la cafetería. La anciana agradecida le entregó las llaves una vez aclaradas y acordadas las condiciones del arrendamiento. Manos a la obra se puso a la tarea. A las doce en punto sacó el sobre del bolso. De su interior extrajo un folio doblado a la mitad. Las manos le temblaban. Lo desdobló y leyó: TE TOCA.

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