LA LEYENDA DE LA AGUADORA Y EL DIABLO DE SEGOVIA

(Versión erótica)

Aquella joven, de tan solo veintiún años de edad, divertida y jovial, era conocida por todos en la ciudad de Segovia donde residía con sus padres.

A primera hora de la mañana, tras preparar el desayuno de sus dos hermanos, se apresuraba en partir hacia el palacete de la condesa de Velarde, donde servía para aportar unas monedas a sus agradecidos padres que de sol a sol araban unas tierras que daban lo justo para sobrevivir.

La belleza de Jimena, que así se llamaba, no pasaba desapercibida. Su rostro angelical, adornado con una decena de pecas sobre su perfilada nariz y una melena pelirroja, abundante y rizada, eran solo el preludio de un cuerpo esculpido a conciencia. Sus curvas y proporciones se tornaban irresistibles ante cualquier hombre o mujer que gustase de mirarla.

Sabedora de su juventud y llamativa presencia, recogía sus faldas fingiendo necesitar apresurar el paso cuando los muchachos con los que se cruzaba quedaban embrujados ante el contoneo de sus caderas, volviéndose completamente locos.

Su primera tarea para la condesa consistía en descender desde lo alto de la ciudad, donde acaudalados nobles vivían a cuerpo de rey, hasta la fuente más cercana, próxima al río clamores que atravesaba la villa. Con un enorme cántaro a rebosar de agua apoyado en su cadera, el regreso, sufrido y engorroso, hiciera frío o calor, se convertía en un suplicio por el que juraba y perjuraba haría lo que fuese menester por evitar.

Antes de abandonar sus labores en palacio, por tercera vez, todos los días, debía regresar a la fuente para garantizar tan rico y primigenio elemento a la señora condesa. Cuando finalmente, al anochecer, quedaba libre de obligaciones, ayudaba a su madre con la cena mientras su padre preparaba los utensilios de labranza para la siguiente jornada.

Una vez a solas en su modesto camastro, imaginaba que un apuesto caballero quedaba prendado de ella y la liberaba de la vida de esfuerzo y sacrificio que conlleva la pobreza. Soñaba con ser acariciada, besada, abrazada por un hombre cariñoso, pero vigoroso; que supiese hacerla disfrutar de un sexo aún por descubrir y, de este modo, evitar el consuelo solitario de sus dedos y el control de sus gemidos para no ser descubierta por sus padres y hermanos a altas horas de la madrugada.

Con estudiadas maniobras acariciaba sus pechos. Los pezones enseguida respondían generosos. Justo antes del orgasmo cobraban especial relevancia. Con suma delicadeza acariciaba el interior de los muslos acercándose cada vez más a su sexo. Aquello la excitaba sobre manera. Cerraba los ojos e imaginaba al hombre deseado posicionarse sobre ella. Quería que la pasión lo poseyera y arrancara su camisón, poco más que un harapo, con violencia contenida. Imaginar el calor de un hombre sobre su torso y estrechar entre sus dedos unos músculos tersos y bien definidos la volvían loca. Entonces mordía la almohada para evitar gritar de placer. Sus dedos ya frotaban el clítoris rítmica y acompasadamente. Después, en su fantasía, el hombre de sus sueños la giraba quedando sus glúteos expuestos. Ella arqueaba su cuerpo deseando ser penetrada. Con una mano, su caballero se agarraba a los pechos jugando con los pezones haciéndola perder el control; con la otra sobre la cadera se ayudaba en sus acometidas. Progresivamente aumentaba la velocidad de las penetraciones y respiraciones hacia un orgasmo consensuado. Instantes antes, él pellizcaba sus pezones para llevarla al nirvana y ambos, exhaustos, quedaban uno sobre otro recuperándose del esfuerzo mutuo.

Una vez recuperado el control de la respiración, se sentía ridícula y avergonzada. Una educación beata e inexistente en cuanto al sexo, y la sombra del pecado, siempre provocaban algún remordimiento. Las hormonas mandaban y necesitaba dar rienda suelta a sus fantasías sexuales. Finalmente sonreía, luego, relajada, dormía profundamente.

                                                                              ___________

La mañana siguiente, Jimena hubo de abrigarse más de lo habitual para esa época del año. A punto de entrar el verano, el cielo se torno oscuro y amenazador; así qué, barruntando tormenta, se echó sobre los hombros una vieja capa de su padre y se calzó las botas de piel de vaca.

Cuando se disponía a salir del palacio de Velarde con el cántaro vacío a la cintura, comenzaron a caer, como preámbulo de lo que estaba por venir, algunos goterones de agua. Miró al cielo y uno de ellos cayó en su frente. Maldijo su mala suerte y echó a correr calle abajo para poder refugiarse en los puestos de verduras y hortalizas del mercado antes de la tormenta, camino del manantial. Aún así, el aguacero, de proporciones bíblicas, la empapó por completo. Su raido vestido, adherido a su cuerpo, y su cabello chorreante mostraban, a pesar de su berrinche, un aspecto arrebatador. Juana, la del puesto de frutos secos, mujer de anchas costuras y cabello negro y tan recio como su carácter, le dejó un trapo con el que poder secarse en la medida de lo posible. Por suerte, la capa de su padre la protegió de cuello hasta la cintura. El marido de Juana quedó embelesado observando a aquella divina criatura pelirroja en un gesto tan simple como sensual, secarse cabeza, brazos y piernas hasta que recibió un merecido pescozón de Juana y continuó con sus tareas.

Cuando amainó la tormenta, Jimena continuó su camino, pero cuando retiraba el cántaro lleno bajo el caño de agua, un relámpago, preludio de un trueno brutal, anunció que otra tromba caería de nuevo, y así fue. Quiso correr para ponerse otra vez a resguardo, pero resbaló con las botas y cayó de bruces en el camino de arena y piedras, hecho lodo por las lluvias. El cántaro se hizo añicos. Sentada en un charco comenzó a llorar desconsoladamente maldiciendo a un Dios que en nada le favorecía.

                               -¡¿Qué os he hecho yo?! ¡Maldito seas!

Notó como la ira se apoderaba de su ser y se incorporó. Con un asa del cántaro en la mano, elevó el brazo.

– ¡Juro que entregaré mi alma al mismísimo diablo si me libera de mi desgracia!

                De nuevo un relámpago ilumino su rostro, cuyas lágrimas se mezclaban con las gotas de lluvia que ya no se molestaba en eludir. Se incorporó desilusionada y triste. Sabedora de la enorme bronca que recibiría de la señora por haber echado a perder el cántaro, elucubraba una y otra disculpa, a cual más increíble. Cuando decidió decir simplemente la verdad, comenzó a caminar en silencio arrastrando los pies.

                 El sol ganó ventaja sobre las nubes y asomó tímido por encima de Peñalara, la cima más alta de la sierra de Guadarrama. Pero Jimena, abatida, con la mirada anclada al suelo ni siquiera se percató de ello. De pronto se topó con alguien y casi pierde el equilibrio. Cuando enfadada por el encontronazo fue a lanzar un improperio, se encontró ante ella a un joven alto, fornido y muy atractivo, cuya sonrisa invitaba al sosiego. Se moderó.

                               -Perdonadme. Iba distraída.

                               -La culpa ha sido toda mía.

                El joven la miró de arriba abajo. Despojándose de su abrigo se lo echó sobre los hombros.

                               -No. De veras que no es necesario-dijo aturdida.-Además, se lo echaré a perder. Estoy empapada.

                               -Insisto- objetó el apuesto joven-Es más, si me lo permites, te acompañaré recuperando así mi abrigo cuando lleguemos a tu destino.

                               -Sois vos muy amable- respondió abochornada.- No quiero abusar de su amabilidad.

                Entonces el hombre comenzó a reír.

                               -Esto no es más que el principio, mi bella Jimena.

                               -¿Me conocéis? Yo a vos no.-Jimena comenzaba a inquietarse, aunque aquel muchacho le resultaba completamente irresistible; parecía sacado de sus fantasías nocturnas.

                               -Estoy aquí por ti. Tú me has llamado.

                               -No comprendo…

                El joven pronunció varias palabras inteligibles y dibujó una circunferencia con su dedo índice. Ante la estupefacta muchacha, el cántaro se reconstruyó por completo.

                               -Has maldito a tu Dios, que obviamente no parece recompensar a sus fieles y obedientes siervos. Mas por mí has sido escuchada. Dispuesto estoy a compensar tus años de sacrificio y responder a tus deseos si, como has jurado bajo la lluvia, estuvieras dispuesta a entregarme tu alma.

                Aturdida, Jimena dio un paso atrás.

                               -¿Eres…?

                               -¿El maligno? ¿Lucifer? ¿El demonio? Todos malévolos y necios títulos que pretender enmascarar mi verdadera descendencia, tan angelical como la del mismo padre al que veneráis.

                               -Pero…

                               -¿Ves en mí rabo alguno? ¿Cuernos quizá? ¿Echo fuego por la boca? Tan solo decidí tomar mi propio camino. Sin obediencia ciega, ni yugos; libre para experimentar a mi libre albedrío.

                               -Tengo miedo. –reconoció Jimena en un susurro.

                               -Jimena. Soy conocedor de todos tus deseos. Tus pasiones inconfesables, tus sueños por cumplir. Todo te lo daré si accedes únicamente a donarme tu alma y acompañarme como otros muchos a un mundo sis privaciones, sudor ni sacrificio.

                Al ver la indecisión de la joven Jimena, el diablo, hecho hombre, modero el tono y sentenció:

                                -Dejaré que lo pienses hasta la media noche de hoy. Deseo y espero que aciertes en tu decisión.

 El extraño personaje elevó sus manos y las movió trazando una circunferencia imaginaria. Un viento cálido giró cual ciclón sobre Jimena hasta secarla por completo. Y tal como apareció, aquel gallardo joven se difuminó ante los ojos de la sorprendida Jimena a la que aún le temblaban las piernas. Recogió el cántaro a rebosar de agua y durante el camino al palacete no pudo quitarse al demonio de la cabeza.

 El abrigo del diablo se desvaneció con su dueño.

Después de cenar, cerca de las diez de la noche, se acostó en un mar de dudas. Seguía sin tener claro que responder al diablo. Sí, supuestamente malvado, pero que le ofrecía todo lo que había soñado a cambio de un alma que no sabía muy bien para qué necesitaba.

Por un lado esperaba que hubiese sido todo una alucinación; un sueño del que despertar, aunque la excitación de vivir algo fuera de su rutina habitual y la presencia de aquel ser tan agradable, se daba de bruces con el juicio y las buenas razones. Pero sus padres siempre la habían advertido de que el diablo embaucador y tramposo, podía utilizar conjuros y engaños para obtener sus deseos. Meditó largo tiempo sobre ello y, con los ojos como luceros del alba, esperó la media noche con dos velas iluminando tenuemente la estancia.

Justo a media noche, de la nada se formó una densa niebla ante la atenta mirada de Jimena que se tapó la cabeza temerosa. Cuando se atrevió a abrir los ojos, aquel adonis volvía a sonreír ante ella.

                -Y bien, mi bella Jimena. ¿Has tomado una decisión?

                -¿Cómo sé que cumplirás tus promesas? – Se atrevió a responder.

                -¿Dudas de mí? No solo evitaré que vuelvas a tener que trabajar cargando agua para los nobles adinerados, te concederé deseos que solo has soñado en la intimidad. Te llevaré a gozar de placeres mucho más allá de lo que puedas imaginar bajo esas sábanas.

Abochornada se cubrió con la manta hasta los ojos. A la vez sintió una excitación incontrolada.

                -¿Cómo he de llamaros? – interrumpió Jimena.

                -Puedes llamarme Luzbel. Si así te sientes mejor.

Entonces se sentó en la cama; a su lado. Un calor intenso recorrió el cuerpo de Jimena. El deseo era mayor que su capacidad de control, consciente de la inevitable atracción que aquel ser provocaba en ella.

                -Luzbel, yo…

Pero no pudo continuar, aquel diablo tapó con una mano la boca de Jimena y con la otra comenzó a acariciar su cabello. Luego con delicadeza extrema recorrió el cuello. Se aproximó despacio hasta besarla en los labios. El diablo, algo contrariado, se detuvo un instante. Aquella joven era especial. Sintió una energía desbordante. Irradiaba vida. Más que cualquier otra alma de la que se hubiese apoderado en sus miles de años de existencia.

Jimena, con los labios entreabiertos, esperaba ser besada de nuevo. Luzbel era irresistible. Y así fue. Tras ese beso, lo sucedieron otros más apasionados. Las uñas del joven demonio se tornaron afiladas de repente cuando rasgaron el harapo que hacía de camisón. El escultural cuerpo de la joven paralizó a Luzbel que, cual simple humano, se entregó a la joven en una espiral de deseo mutuo. Jimena temió que los jadeos y suspiros se escuchasen por el resto de ocupantes de la casa, pero  todo dejó de tener importancia cuando el atractivo diablo se echó sobre Jimena y la poseyó. Los ojos de Luzbel, rojos de pura pasión, brillaban como una   supernova a punto de estallar. Jimena gritó de placer arañando la espalda de Luzbel que no sangró. En un acto inconsciente, se colocó sobre su amante sin salirse de él y cabalgó a cámara lenta sobre su demonio. Sin que Luzbel diera abasto, los pechos de Jimena, turgentes y empitonados, de aureolas rojas y pezones rosados, se balanceaban soberbios para goce del diablo que se esmeraba en su loco frenesí. La tez blanca de Jimena contrastaba con la dorada de Luzbel.  El demonio se incorporó, quedando sentado sobre la cama con Jimena a horcajadas sobre él. Con varios envites que elevaron medio metro a su amante, ambos, a la vez, se deshicieron en un orgasmo imposible de cuantificar.

                -¿Qué me has hecho criatura?

                -¿Qué queréis decir?- Algo avergonzada, Jimena intentó cubrirse con la sábana, temerosa de haber sido demasiado apasionada, incluso para el propio emblema del mal.

                – Eres como un embrujo. Una verdadera diosa del placer. Has de ser mía para siempre. Entrégame tu alma bella Jimena, y en esta vida terrenal te concederé hasta tu muerte todos lo que me pidas.

                -Ya sabes qué deseo. Liberarme de mis obligaciones como aguadora. Que mi familia no sufra calamidades. Y una vida sin sufrimiento ni pobreza.

                -Construiré un acueducto de piedra indestructible que garantizará el agua de los nobles de la ciudad por toda la eternidad, quedando pues liberada para siempre.

                -¿Cómo sé que no me engañaréis e incumpliréis vuestras promesas?

                -¿Aún desconfías de mí? Bien, mi bella Jimena. Me comprometo a construir el acueducto antes de que termine el día de hoy. Si pasadas las doce de la noche, no lo hubiese concluido, renunciaré a tu alma y tú quedarás igualmente libre de tu suplicio. Pero si lo consigo construir a tiempo, me entregarás tu alma y servirás a mi lado por los siglos de los siglos tras tu muerte.

Entonces Jimena, rendida y sin argumentos, temerosa de la ira de Luzbel y conocedora de lo difícil de su compromiso, asintió firmando con su sangre el documento de acuerdo.

Los ojos encendidos de Luzbel indicaron su nivel de excitación. Giró sobre sí mismo y se desvaneció en un remolino de humo blanco.

La preciosa pelirroja apenas pudo descansar el resto de noche que precedió a la experiencia con el diablo. Se levantó al alba. Como cada día, tras realizar las tareas propias de la casa y cuidar de sus hermanos, salió presta a sus quehaceres diarios sin dar mucho crédito a las palabras de Luzbel. Pero su sorpresa fue mayúscula al aproximarse al centro de la ciudad, dejando atrás el arrabal de San Marcos. Cientos de personas se reunían a los pies de lo que parecía una extraña obra en construcción. Corrió hasta alcanzar a los transeúntes que, perplejos, observaban como decenas de pequeños diablillos de largas colas y orejas puntiagudas acarreaban pesadas rocas que, una a una, iban cimentando enormes gárgolas en lo que sería la base de aquel gigantesco puente de piedra. En ese instante, por primera vez, temió por su alma. Buscó a Luzbel. Lo encontró a los pies de aquella impresionante creación dirigiendo los movimientos de sus diabólicos querubines. Concentrado daba órdenes sin parar, consciente de que el tiempo era su mayor enemigo.

Con la cabeza gacha Jimena llegó al palacio de Velarde. La condesa se hallaba ausente, reunida en una junta urgente de nobles linajes y el cabildo catedralicio, aterrorizados por la presencia del enemigo acérrimo de su Dios en la Villa de Segovia. Tras recoger el cántaro, como cada mañana, se dispuso a salir en busca del líquido elixir de vida al manantial de costumbre. En Segovia no se hablaba de otra cosa. La construcción de aquel acueducto sorprendía a propios y extraños. Pero nadie se atrevía a interceder. Solo miraban como pasaban las horas y crecía en altura y número las decenas de arcos que sostenían el canal por donde el agua llegaría a sus ricos destinatarios.

Su longitud y altura no tenían parangón. Desde los montes de Revenga, un kilométrico canal surcaba las tierras hasta ir tomando altura a medida que se aproximaba a la ciudad. Nadie había visto algo así nunca. Cuando la noche se apoderaba de Segovia, Jimena concluyó su día de trabajo y muy asustada corrió a presenciar cuánto quedaba por hacer. Miró al cielo y se acordó de su Dios, al que pidió clemencia por su grave error. Quedaban poco más de dos horas para las doce de la noche y el acueducto de Segovia se encontraba cerca de ser completado.

No recibió repuesta ni señal alguna; por lo que comenzó a discernir una estrategia que debilitara al demonio en su cometido.

Tras meditarlo, a una hora de cumplirse el tiempo acordado, Jimena se recogió la falda, se soltó el cabello y desató varios lazos del corpiño, lo que dejó asomar parte del busto de la hermosa joven. El resto de vecinos, aburridos, se habían retirado a sus casas.

Se acercó por detrás de Luzbel que sonreía satisfecho. Le agarró por la cintura y besó su cuello. El demonio paró un instante de dar indicaciones y miró a los ojos azul cielo de Jimena.

                -Ten paciencia Jimena. Dentro de muy poco serás mía para siempre.

                -Eres un ser poderoso. ¿Temes que complacer a una simple mortal te distraiga de tus obligaciones?

                -Tenemos un acuerdo Jimena y he de cumplirlo. No puedo dejarte marchar.

La joven soltó el resto de lazos del corpiño y sus pechos quedaron al descubierto.

                -Seguro que un rato de pasión podréis permitiros, mi señor.

Luzbel desvió por primera vez su atención y quedó embelesado ante aquella diosa del deseo. Después, Jimena se arrodilló despacio mientras acariciaba el miembro de un atónito diablo que no pudo por menos que detener su tarea unos instantes. Los pequeños diablillos quedaron a la espera de que su señor diera las últimas indicaciones. Las gárgolas, impertérritas se tomaron un descanso. Pero su señor, preso del placer y esclavo de la pericia innata que Jimena demostraba con la lengua, se dejaba hacer. Entonces Jimena se incorporó, y, apoyando sus manos en las primeras rocas del acueducto, se inclinó levantando su falda. Quedando expuestas sus nalgas.

Luzbel consultó su viejo reloj de arena. Quedaban veinte minutos para las doce de la noche. Miró su obra a punto de terminar. Tan solo debía colocar las últimas doce piedras y aquella mortal por la que se sentía irresistiblemente atraído sería suya para siempre.

Jimena observó su indecisión. Jadeó arqueando la espalda mientras introducía dos dedos en su vagina como hiciera tantas noches en su habitación. Aquello fue demasiado para Luzbel que en una rápida cuenta mental calculó que podría acabar a tiempo. Poseído por la lujuria, su pecado favorito, penetró a Jimena en una acometida triunfante. Ella se incorporó mientras Luzbel continuaba en sus embestidas. Jimena abrazada al acueducto y el demonio preso de los encantos de aquella semidiosa. Cuando Luzbel parecía llegar al clímax, Jimena se apartó a un lado, tumbó a Luzbel en el suelo y lo montó con pícara malicia. Comenzó a deslizarse sobre él con extrema y planificada lentitud. Cuando el diablo quería comprobar su reloj, Jimena distraía su mirada ofreciendo sus erectos pezones, tan rosados e irresistibles que cegado ante tanto deleite cedía una y otra vez disfrutando de aquellos pechos agarrado al culo duro y juguetón de la joven. 

Los minutos se sucedían. Los siervos del demonio viendo que la media noche se les echaba encima, intentaron avisar a su amo y señor, pero cuando se acercaban comprobaban que el demonio extasiado y pletórico de placer, con los ojos cerrados, disfrutaba como nunca antes lo habían visto. No se atrevieron a interrumpirle. Pero las gárgolas decidieron alertar a Luzbel de su error graznando cual cuervos gigantes. El graznido retumbó en las piedras del acueducto multiplicando el estruendo. Luzbel abrió los ojos. Apartó a Jimena y contempló aterrado que disponía de medio minuto para completar su obra.

A diestro y siniestro daba órdenes como el mejor de los directores de orquesta. Una piedra tras otra eran traídas con presteza por los diablillos y colocadas a presión por las formidables gárgolas.

Cuando tan solo quedaban tres piedras por colocar, y diez segundos para la media noche, Luzbel vislumbró aterrado a Jimena en lo más alto del acueducto.

Una piedra más. Y otra. La última piedra era trasladada por un grupo ingente de diablillos a seis segundos de la media noche. La más fuerte de las gárgolas se elevó majestuosamente hacia su posición final. Cuando quedaba tan solo la última indicación de Luzbel y la gárgola esperaba la orden, Jimena se arrojó al vacío.

Luzbel hubo de decidir en milésimas de segundos si salvar de una prematura muerte a Jimena, o culminar su gran obra a tiempo. Si Jimena fallecía antes de colocar la última piedra, el trato se desharía y el alma de aquella joven virtuosa sería para el Padre todo poderoso. Si salvaba a Jimena, no terminaría antes de la media noche y Jimena quedaría libre de todo compromiso.

Algunos segovianos, que rezagados se dirigían hacía sus domicilios, observaron con incredulidad aquel trance en directo.

Jimena, a gran velocidad, se aproximaba hacia un final predecible donde encontraría una muerte segura. La gárgola, impaciente, esperaba una última reseña para encajar la piedra en su hueco final.

Con un grito estremecedor, Luzbel se posicionó bajo la joven Jimena y la recogió entre sus poderosos brazos a punto de estrellarse contra la fría piedra. Se giró hacía el reloj de arena en un intento por arañar un segundo, pero ya era tarde.  Las campanadas de la catedral plañeron  doce veces.

Soltó a Jimena que puesta en pie no daba crédito. Había conseguido vencer al demonio. Luzbel rugió de rabia y su verdadero ser se mostró en aquella noche a la luz de una melancólica luna llena. Su atractivo y bello rostro se tornó recio y duro.  Su piel adquirió el color de las brasas ardientes. Creció en tamaño hasta doblarlo. Los pocos segovianos presentes huyeron despavoridos. Jimena lo habría hecho, pero presa del miedo quedo paralizada. De la espalda de Luzbel se desplegaron dos enormes y poderosas alas. Su curtida piel indicaba miles de años de existencia.

Su voz resonó en cada rincón de una aterrada Segovia donde patricios y plebeyos temían por sus vidas sin importar clase  social ni linaje alguno.

                -¿Qué has hecho mortal?

                -Seguir tus enseñanzas, Luzbel.

                -Me he dejado llevar por el pecado. Y tú, actuando libremente, has decidido disfrutar de la lujuria y arriesgar tu objetivo más importante y primordial. Olvidaste tu cometido haciendo gala del mal que proclamas. Pero en el último segundo, el último escoyo de bondad; un atisbo de quien un día fuiste se ha apoderado de ti y has decidido salvar mi vida. ¿En qué te convierte este acto más propio de un Ángel de tu odiado enemigo?

El diablo confundido por las palabras de Jimena se debatía en su fuero interno. Sus siervos esperaban una orden para atacar la ciudad.

Luzbel se acercó a la joven. La agarró por el cuello levantando su minúsculo pero monumental cuerpo a medio metro del suelo.

                               -Debería arrebatarte la vida.

                               -Podrías haberme dejado caer.

                               -Has ganado esta batalla, mortal; pero un día volverás a maldecir a tu Dios. Invocarás mi presencia; anhelarás mis placeres y entonces tu alma será mía al fin.

Giró sobre sí mismo y un tornado creció a su alrededor. Diablillos y gárgolas se agarraron con fuerza a las piedras del acueducto, pero el ciclón los absorbió uniéndose al rebufo de su amo y señor desapareciendo con él hacia el inframundo.

Jimena fue respetada y su familia gozó del beneplácito de la nobleza segoviana que, agradecida por el acceso al agua, premió con tierras y dinero a sus padres. La bella joven siempre fue recordada como la única mujer que sedujo y engañó al mismísimo diablo.

Se cuenta, que las noches de luna llena, el diablo visitaba a Jimena y los gritos y gemidos de placer se escuchaban desde el acueducto de Segovia.

Las huellas de las garras de las gárgolas aún se pueden ver en las envejecidas piedras que orgullosas permanecen firmes ante la embestida del tiempo. Un hueco en el centro del acueducto quedó sin su piedra y así ha seguido año tras año, siglo tras siglo, hasta el día de hoy.  

     FIN

CRISTIAN /ESCRITOR

        

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.