CARTAS MALDITAS

Claudia deambula sin destino aparente. Los tacones de sus zapatos marcan el paso por las estrechas calles de la Judería Vieja de Segovia.

 Quisiera desaparecer. Encontrar un túnel a ninguna parte, donde nadie pueda reconocerla ni observar sus desangrados ojos que lloran miseria.

Anhela un beso apasionado de Mario; una caricia que erice su cabello. Palabras de ánimo que disipen tanta soledad; pero no. Mario, tras un año de amor verdadero, muy serio, con voz trémula, casi imperceptible, susurró lo inevitable…Y ella, no estaba preparada.

Huyó sin rumbo fijo para evitar el llanto reflejado en pupilas de un rostro que, incómodo, se escondía tras las palmas de unas manos sudorosas. Mario sabía del pesar que provocaban sus palabras.

Añora a Mario, su Mario, que no fue capaz de arrancar de su cabeza aquellas fotos y grabaciones enfermizas. El amor se esfumó con la llegada de las cartas. Una tras otra mermaron la comprensión, las esperanzas y los sueños comunes.

Ese hombre decidió frustrar su mundo, familia y destino. Movido por la venganza de una ruptura nunca superada en el pasado, sádico y maquiavélico, como cada uno sus actos, puso en práctica su retorcida vendetta particular.

Las cartas fueron llegando, y con ellas se iba cerrando el nudo de la cuerda que asfixiaba su relación.

Dos años atrás, ella cayó rendida por su cálida sonrisa. Se enamoró como una adolescente por primera vez. Sabedor del amor que suscitaba por él y oculto tras su enigmático encanto natural, la sometió a delirios y prácticas socialmente inaceptables. Ella le quería lo suficiente para cruzar líneas rojas. Principios de una moral basada en una educación conservadora y privilegiada recibida en los mejores centros educativos de la ciudad; y ahora, muerta de miedo y tristeza, se balancea como un barco a la deriva en una tormenta de imágenes y videos difíciles de explicar y asimilar.

Mario nunca lo comprendió.

Es invierno, tarde como para que pueda cruzarse con ningún viandante. Prende fuego a las cartas que evidencian un pasado  del que arrepentirse. Sentada en las escaleras bajo la Puerta del Sol, en la calle del mismo nombre, se le nubla la mirada. No ve la luz en un astro rey que no calienta su corazón ajado y herido de muerte.

Una brisa nocturna, en un breve remolino, eleva las pavesas y las escupe calle abajo. Pero ya es tarde. Claudia ni siquiera siente la hoja afilada que rasga sus venas. Un líquido espeso, de color rojo oscuro, riega el Paseo del Salón de Isabel II, también conocida como Reina de los tristes destinos.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.