VIENTOS I

Confiado, caminaba relajado disfrutando de una tarde primaveral de octubre._ Nada habitual en Segovia, aunque los últimos años esta situación comenzaba a ser normal_ Esto lo pensaba mientras levantaba los hombros intentando protegerse del viento que comenzaba a arreciar con fuerza. Como si alguien lo soplase detrás de las orejas, descubrió sorprendido que en derredor no se agitaban las hojas de los árboles, ni siquiera la pelusa acumulada en la acera se inmutaba; sin embargo, él lo notaba cada vez con más furia tras su nuca, tanto que se asustó. Sentía golpes certeros de viento que lo obligaban a caminar más deprisa, empujándolo cuesta arriba en la calle donde su portal quedaba más lejano a cada paso. Su vecina Marisa paseaba con su pequeña perra Cora sin despeinarse. Encendió un cigarro y lo saludó al cruzarse con él.  Alejandro dio un traspié y casi cae al suelo incapaz de detenerse a cortejar a la mujer que desde hacía meses intentaba camelar.  Su esposa aprovechaba para relajarse y leer. El paseo de su intratable marido era el único momento  de liberación que intentaba aprovechar cada tarde.

-Tengo prisa.- Consiguió balbucear Alejandro apurado.

-No te preocupes. Que vaya bien.- Sin mirarle consultó su teléfono móvil que vibraba en ese instante.

Alejandro intentó girar la cabeza para ojear el trasero de Marisa, pero el viento se lo impidió. Incapaz de comprender lo que sucedía, decidió regresar a casa. Nada. El puñetero viento marcaba su paso y dirección. En cuestión de minutos, el envejecido porche donde tantas veces correteó de niño lo protegió del sol. El yugo gaseoso consintió que se detuviese un instante. Su padre descansaba en una silla de plástico de terraza de una marca conocida de refresco. _ ¡Oh, no!_ Pensó_ Ahora a soportar la misma monserga de siempre. Y este jodido viento que no me deja en paz._ Su padre disimuló fingiendo dormir; desde el fallecimiento de su esposa, el carácter, siempre divertido y dicharachero del viejo Mariano se tornó agrio y antisocial; escondido tras una máscara de cristal la pena lo consumía. Alejandro dispuso de tiempo para saludar a su padre, el viento se lo permitió, pero lo pudo el egoísmo y la falta de empatía. Su viejo era un pesado chocho inaguantable._ Mejor otro día._ Decidió. En cuanto este pensamiento apareció en su obtuso cerebro, el mini huracán, cual colleja desmesurada, lo obligó a seguir su camino. El miedo comenzó a suponer un pánico creciente. Algo paranormal que solo él sufría se apoderaba de su voluntad. En cuanto intentaba girar la cabeza, para ver al menos que fuerza lo zarandeaba como a un pelele, un intenso dolor de cabeza lo hacía desistir de inmediato.

-¡Qué coño quieres! ¿Quién eres? ¡Déjame en paz de una vez!

Gritaba al aire en vano. Otro empujón hacia delante. Ramiro, compañero del colegio lo vio aproximarse alborotado y no se lo pensó dos veces. Se cambió de acera. Siempre lo hacía. Intentaba evitar al mamón que arruinó su infancia. Durante años se mofó de su regordeta figura. Todas las burlas, por su culpa, se dirigían a él. Todavía se hacía el gracioso cuando se encontraban y soltaba algún despropósito cargado de ironía sin importar quién lo acompañara o el lugar donde se encontraban. Él se limitaba a agachar la cabeza y sumirse en un silencio resignado. Aceleró el paso cuando en paralelo sus miradas se encontraron uno a cada lado de la calle. Los pasos de Alejandro cruzaron con avidez, obligados por su mano opresora que violaba sin piedad su capacidad de decisión.

-¡¿Qué quieres?!- Ramiro, a la defensiva, esperaba un escarnio propio de su estupidez.

-Ramiro. Te parecerá una tontería, pero no puedo girar la cabeza. ¿Podrías decirme si hay algo en mi nuca? No es broma. No sé qué coño me pasa.

-Muy gracioso Alejandro. Vete a reírte de otro. Tengo mucha prisa.

-¡Ayúdame, Ramiro! – Pero su compañero de colegio ya se alejaba rápidamente.

Giró la cabeza instintivamente; de nuevo, un dolor insoportable atravesó de un lado a otro su cabeza obligándolo a berrear,  cayendo de rodillas sobre el duro cemento.

_Pero, ¿qué me pasa?_ Hasta pensar le dolía. Sus pasos lo llevaron contra su voluntad hasta la oficina que regentaba como director general. Un puesto logrado a base de injuriar a sus compañeros, criticar con falacias y falsas acusaciones al que se entrometía entre el puesto en el sillón del poder y su culo flácido. Ni siquiera se sonrojó cuando su mejor amigo, el que no dudó en recomendar al que como un hermano sentía, tuvo que dimitir para dejarle paso. A sus espaldas, con la cobardía propia del que enamorado de sí mismo no ve más allá de su ambición desmedida, lo traicionó. Se fue quedando solo, tan solo, que ni su abultado sueldo lo confería más que trepas que lo alababan para conseguir los favores que su posición le permitía. Pero muy arrogante, gozaba cuando le suplicaban una mejora de sueldo, o, con lágrimas en los ojos, ofrecían lo que fuese menester por un contrato indefinido. Eran esos momentos los que disfrutaba de veras.

Pobre ignorante, regresaba a su casa a medio día, donde su mujer vivía con él y se enamoraba cada día más de su profesor particular de francés. Un hombre humilde, sensible, cariñoso y particularmente atractivo. Otro pescozón ventoso lo devolvió a la realidad. Nadie lo esperaba en la oficina, pues por las tardes era cuando los trabajadores podían relajarse sin la presencia del malnacido tirano. Sus caras, un poema, pero no de amor; eran de odio fingido tras forzadas sonrisas y medidas risotadas si alguna broma, siempre de mal gusto, era escupida por sus apestados labios. Obligado a caminar, se topó cara a cara con una mujer de mediana edad. Limpiaba las oficinas desde hacía más de cuatro años. Se esmeraba con el despacho de Alejandro, pues no dudaba éste en corregir su actitud a gritos y delante del resto de trabajadores cuando alguna mota de polvo aparecía en cualquier recóndito rincón del despacho. Ocultó la mirada tras la fregona mientras Alejandro intentaba disimular una opresión en su cráneo que a punto estuvo de provocar la inconsciencia. Enseguida su segundo de a bordo, estirado, pues su estatura era casi la de un hobbit, se prestó a sostener a su jefe. Lo acompañó a su sillón, el deseado durante tantos años.

-¿Está usted bien, Don Alejandro?

-No, no lo estoy. Joder. ¿No lo ves? Y cierra la puerta, ¡cojones!

-Enseguida.- Y lo hizo.

Por más que miraba detrás de la cabeza de Alejandro, solo veía la gomina que gastaba en cantidades industriales. El resto del personal, angustiado por la presencia del bastardo que los sometía a condiciones de esclavitud, sentían la desazón y la angustia, pues, preocupados, se temían lo peor. La crisis de los últimos años podría terminar con alguno despedido. Cuanto más se acrecentaba su intranquilidad y sufrimiento, viendo como Alejandro vociferaba y golpeaba la mesa del despacho, más aumentaba el suplicio que lo atormentaba.  Una pequeña hemorragia se manifestó en las fosas nasales de Alejandro. Después, fueron sus oídos los que regaban el cuello de sangre, cada vez más abundante. Incapaz de soportar tanto dolor, se golpeaba la cabeza contra la pared gritando de desesperación. El nuevo candidato a director general, abandonó el despacho y ordenó que se llamara a emergencias inmediatamente, pero nadie movió un dedo. Insistió, con idéntico resultado. Alejandro tiraba de su cabello arrancando mechones que caían de sus dedos. La empleada de la limpieza no pudo evitar pensar en las horas extra que nadie le pagaría y necesitaría para limpiar toda la sangre que Alejandro ahora vomitaba sin parar. Asombrada por su falta de sensibilidad, continuó sus labores como si nada ocurriese. De repente, Alejandro quedó inmóvil, con la mirada perdida, sin vida. Por su mente, al borde de la enajenación por el sufrimiento soportado, como en un cortometraje demoledor, se vio mofándose de Ramiro, maltratando a su mujer, ignorando a su padre y disfrutando con las penurias, el miedo y la claudicación de sus subordinados.

De pie desde el ansiado sillón donde tanto daño y sufrimiento creó, se asomó al vacío desde la sexta planta. Una ráfaga de viento abrió la ventana, y otra, en sentido contrario, le confirió el último y mortal impulso arrojándolo al vacío. Su cuerpo inerte golpeó con furia el asfalto.

 

Dos días después, Gonzalo, un reconocido miembro de la iglesia de una péquela localidad de Teruel, visualizaba imágenes de menores desnudos en un ordenador portátil. Sintió un escalofrío en la nuca. Un golpe de aire cerró la ventana de la sacristía. Otro, lo obligó a ponerse en pie…

 

Continuará…

 

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