VIENTOS II

 

Dos días después, Gonzalo, un reconocido miembro de la iglesia de una pequeña localidad de Teruel, visualizaba imágenes de menores desnudos en la pantalla de un ordenador portátil. Sintió un escalofrío en la nuca. Un golpe de aire cerró la ventana de la sacristía. Otro, lo obligó a ponerse en pie…

Sin comprender que extraña fuerza lo obligaba a caminar hacia la puerta, intentó apagar el ordenador, pero no pudo. Por un instante su falta de fe se tambaleó. Creyó que un castigo divino, causado por sus pecados carnales, le iba a hacer pagar con sufrimiento todos los años en los que abusó sin contemplaciones de los niños que caían en sus manos. Las clases de catequesis eran el filón, una oportunidad donde dar rienda suelta a su vicio más oscuro y deleznable. Pocos niños querían su compañía, pues como si de un extraño instinto de tratara, parecían intuir que el Padre Gonzalo no era la representación de la buena iglesia cristiana que decía ser.

Tropezó con el escalón que había que salvar para abandonar la estancia de la sacristía. Román, anciano y retirado, casi ciego, lo escuchó salir.

-¿Todo bien, Gonzalo?

-Sí, Román.-Mintió.

Pecado tras pecado, en su miserable existencia, Gonzalo sembró de sombras y detritus el trabajo de Román, que, durante toda su vida, independientemente de su fe, se dedicó en cuerpo y alma a ayudar en lo posible a sus congéneres. La edad y los achaques propios de la vejez lo sentaron en una silla de ruedas. La diabetes lo dejaba ciego y solo pedía no padecer sufrimiento cuando su Dios decidiera llevarlo con él.

-¿Vas a algún sitio?

Pero Gonzalo no pudo responder. La sombra oscura que empujaba su nuca apremió su caminar. La luz solar deslumbró al cura, cuyas pupilas, acostumbradas a las tinieblas de su recinto habitual y a la pantalla del ordenador, reaccionaron tarde. Dos adolescentes fumaban marihuana sentados en el escalón de granito que rodeaba la fuente del pueblo y lo vieron salir.

-Maldito cabrón. ¿Dónde irá?

-A buscar carnaza.

Ambos escupieron al suelo a su paso. Éste se detuvo. El viento custodio lo obligó. Los dos chicos se levantaron incómodos.

-¿Qué quieres?

-Hola chicos. No me encuentro bien. Podríais mirar detrás de mi cabeza. ¿Algo me hace daño?

-Tus trucos ya no funcionan con nosotros. Eres un enfermo. Algún día hablaremos todos y será tu fin.- Habló el más alto de los dos, bastante violentado.- No te acerques o te juro que…

Pero su amigo detuvo el brazo amenazador que ya se disponía a golpear al cura. La angustia provocada por horribles recuerdos que no se atrevían a contar por miedo y, sobre todo por vergüenza, los provocó arcadas. Gonzalo creyó que le estallaba la cabeza. Un dolor endiablado lo hizo arrodillarse.

-¡Ayudadme por favor!

-¡Que te jodan! Así revientes puto pervertido.- Escupieron de nuevo y salieron corriendo.

Desde la ventana de la parroquia, Román no necesitaba ver. Un sexto sentido le anunció que no volvería a saber de Gonzalo.

Sintió en sus carnes la presencia de un ser maligno y dañino desde el día que se incorporó a su iglesia. Bajo su tutela, no aprendió de la bondad y buen hacer de su tutor, para desazón de Román.

Gonzalo se agarró la cabeza con las dos manos y consiguió apoyase en la fuente, y ver el agua. Su reflejo era el del dolor hecho persona. De pronto cedió y el viento impulsó su menudo cuerpo dirección a la escuela de la localidad. Su cara se estrelló contra la alambrada del patio del colegio. Decenas de niñas y niños jugaban, reían y corrían unos detrás de otros en la hora del recreo. Su retorcida visión produjo al instante un gozo que retroalimentaba con su obscena imaginación. Sintió decenas de agujas clavándose en su cabeza. Las terribles punzadas invadieron su cuerpo hasta alcanzar sus genitales. Tal era el dolor, que cayó de bruces sobre el asfalto, retorciéndose cual lombriz desenterrada a merced de sus depredadores. La oscuridad de la noche se  apoderó de la vida en el pequeño pueblo de Teruel, poco después de medio día. Cual eclipse de sol, a todos sorprendió en sus faenas tal acontecimiento. A gatas, Gonzalo impulsado por un viento justiciero se destrozaba las rodillas, abrasadas por las piedras y la arena del camino que moría en el cementerio. Se arrancaba a jirones la negra sotana, como si lo quemase solo por el contacto con la piel. Gritaba de tal modo que los vecinos asustados salieron a su encuentro. El cura desquiciado, poseído por una fuerza incontrolable, comenzó a sangrar por los ojos ante la perpleja mirada de las gentes que no daban crédito.

Se detuvo en una lápida de reciente ubicación. Doce años, rezaba el epitafio. _Una niña. Tan solo era una niña._ Eran las palabras de su madre el día que fue enterrada. Incapaz de superar el trauma que le produjo la violación de Gonzalo, se quitó la vida la mañana que descubrió su embarazo. El cura del pueblo, Gonzalo, ofició la homilía y abrazó devoto y compasivo a su madre que nada comprendía. Lloró sangre sobre la tumba, completamente desnudo. En su mano un crucifijo que siempre lo acompañaba. Un manantial de sangre se derramaba por los oídos y su nariz.

-¡Fui yo!- Gritó con todas sus fuerzas, ahora de pie con la tumba de la niña tras él.

No quedaba nadie del pueblo en sus casas. La noticia de la posesión del cura corrió como la pólvora y, salvo los niños más pequeños, el resto contemplaba la escena en un estado de estupefacción difícil de describir.

Los ojos de Gonzalo se tornaron blancos; su mirada, perdida en el cielo infinito. Elevó sobre su cabeza el crucifijo y con gran violencia lo introdujo en su abdomen, el tórax, el cuello y finalmente en los genitales; desangrándose en pocos segundos.

Falleció y la luz del sol volvió a iluminar el discreto pueblo de Teruel. Jóvenes y niños adolescentes se miraron entre sí sin manifestar sentimiento alguno. Los aldeanos de edad avanzada creyeron que el demonio se lo había llevado y nadie se atrevió a decir palabra alguna. Se dieron la vuelta y regresaron a sus casas. Juana, la panadera del pueblo, se acercó a la parroquia aterrorizada, donde Román rezaba en silencio. Contó con pelos y señales lo ocurrido al viejo cura que solo asintió con la cabeza y continuó rezando.

La noticia de fallecimientos inexplicables se fue multiplicando exponencialmente. Los medios de comunicación, a discreción, repetían extraños comportamientos y hemorragias que en todos los casos se daban, para terminar muriendo entre terribles sufrimientos. En las prisiones de todo el estado español, los muertos se contaban por cientos, miles en Europa, millones en todo el mundo.

Una epidemia, se creyó en primera instancia; una pandemia, fue la siguiente opción; pero los cadáveres no mostraban signos de infección, o enfermedad alguna. Los testigos coincidían en que las víctimas alegaban en primer lugar que una fuerza invisible, un viento potente y mordaz los imposibilitaba para decidir sobre sí mismos. Luego llegaba el dolor de cabeza y las hemorragias, hasta morir de las maneras más crueles e inesperadas. No existía contagio alguno. Tardaron tiempo en darse cuenta de lo que sucedía. El extraño mal afectaba a las malas personas; aquellas que con la conciencia intranquila causaban dolor y sembraban el mal en cualquiera que fuese su disciplina. El miedo se apoderó de los seres humanos de todo el planeta, pues eran muchos los que conscientes de sus actos, rezaban al Dios disponible por un perdón que pronto sabrían si iba a ser concedido.

Millones de personas morían a diario en lo que parecía el fin de la humanidad. Una criba que la naturaleza en una inesperada selección natural ostentaba con poder y determinación.

Todos los Jefes de Estado del mundo se reunieron de urgencia para intentar encontrar una solución para el problema más grave de supervivencia al que se enfrentaba el ser humano. El presidente estadounidense, en pie, tomó la palabra. Como un tornado localizado, un torbellino de viento se adentró en la sala de reunión; las puertas se cerraron. El flequillo rubio del presidente americano fue el primero en recibir la brisa mortífera…

Continuará…

 

 

Un comentario sobre “VIENTOS II”

  1. El sueño de muchas personas es que una justicia universal exista, y que los malvados paguen por sus atrocidades. La literatura nos lo permite, aunque realmente la muerte no repara el dolor causado. Aun así, me encanta este ciclo de viento justiciero. Enhorabuena.

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