El lago

Amanece.

Salta de la cama incorporándose un día más al ajetreado rumbo que marca su frenética vida. Mientras se ducha, repasa mentalmente las citas y tareas pendientes de hoy: tres reuniones con proveedores, cobrar a dos morosos que ignoran sus repetidas misivas, regar y cortar el césped de cuatro parcelas… Abre los ojos bajo el flujo de agua que, abundante y ardiendo, riega su nuca. Mira su abdomen, flácido y redondo. Ha cogido peso y lo lamenta; prometiéndose controlar la dieta y hacer algo más de ejercicio, sale y se enfunda en el albornoz. Su pareja hace una par de horas que llevó a sus dos hijos al colegio, para lograr entrar a la hora en el supermercado donde se gana la vida tras el mostrador de una pescadería. Él abrió una empresa de jardinería dos años atrás, por lo que todavía no puede delegar ciertas obligaciones, sobre todo administrativas. Así que, tras las duras mañanas de trabajo físico, emplea las tardes en ordenar y clasificar todo tipo de documentos en una minúscula mesa de escritorio, junto a la del salón comedor.

Oscurece.

Le toca sacar al perro; así lo tiene acordado con su pareja. Un día cada uno. Casi nunca le apetece, pero esa noche necesita aire fresco. El frío arrecia en el pequeño pueblo de la sierra madrileña donde residen. Se calza unas botas de montaña y cubre su calvo cuero cabelludo con un gorro de lana, el último regalo de reyes. El perro alterado y deseoso por corretear brinca intranquilo. En la calle, el silencio de la noche solo es rasgado por un sibilino viento helado que reciben dueño y perro por sorpresa. Él libera el mosquetón del collar del animal que, disparado, se dirige a la zona arbolada que por fortuna puede disfrutar frente a la vivienda. Más allá, el pantano que riega la zona comienza a recuperarse tras las lluvias de las últimas semanas. Recoge sus manos en los bolsillos de la cazadora, pues los dedos piden clemencia. Bajo cero, su aliento es vapor que se difumina en la noche. Camina rutinariamente por una estrecha senda que atraviesa el bosque y muere en la orilla del lago. Allí se detiene. El perro va y viene sin dejar de correr, consciente de que pronto volverá a permanecer encerrado entre las cuatro paredes donde comparte piso con sus amigos humanos. Por las mañanas, las salidas son mero trámite de cinco minutos para relajar esfínteres y poco más. De pie, sobre la fina arena empapada, Marcos, gracias a la esplendida luz de una luna casi llena, ve su rostro reflejado. Muestra el cansancio acumulado, arrugas que anuncian la madurez que nunca se desea alcanzar cuando se acerca. Ensimismado en el haz de luz que el satélite refleja sobre el agua, su mente comienza a viajar lejos. Intenta  convencerse a sí mismo. Es dueño de una empresa de jardinería, quiere a su mujer, adora a sus dos hijos y vive en un precioso adosado en el pulmón de la gran capital de España. Busca su mirada en el agua cristalina. Parece preguntarle si el feliz. Nunca se atreve a hacerse esa pregunta. Parece tener todo lo que anhelaba años atrás…Se sienta sobre el tronco caído y seco de lo que fue un árbol antes de la gran nevada del año anterior. Una lágrima recorre su mejilla, parece que el frío ralentiza su recorrido, pero finalmente la gravedad vence y se une a la tierra mojada. Entonces lo entiende; él no es más que una gota de agua en un enorme pantano artificial que lo mantiene seguro, protegido, pero aislado del resto de un mundo que se le antoja inalcanzable. Se debe a sus compromisos, a la hipoteca de su hogar, el mismo que lo somete al yugo de la servidumbre que supone un nivel de vida innecesario, pero aparente y lúdico. No recuerda la última vez que corrió sin preocupaciones por una pradera; que viajó sin rumbo fijo en búsqueda de aventuras, de conocimiento real, el que se experimenta desde lo cercano y humano. No recuerda el abrazo sincero de un amigo, ni el amor incondicional, como el que le une a sus hijos. Decenas de lágrimas invaden su rostro, que ajado por la realidad de una existencia efímera, limpian su mente obtusa y adoctrinada.

Como secuestrado por un ente superior, se despoja de la ropa que dobla y coloca junto a él, sobre el tronco. El perro, ahora sentado a su vera, lo observa sorprendido. Desnudo, avanza por las gélidas aguas próximas a la congelación. No pestañea. El perro ladra, y Marcos, flotando horizontal, con la luna observando sus movimientos, se deja mecer por la corriente, pantano adentro.

Seis años después.

Cada noche, el perro recorre la senda que desciende hasta la orilla del pantano. Ahora es Ainhoa la que saca a diario a pasear al perro. Nunca entendió lo ocurrido. Junto al tronco, ya carcomido, donde encontró la ropa doblada de Marcos se sienta y llora. El perro la mira, quiere decirla: se fue por allí, el haz de luna se lo llevó pantano adentro. Ella ve su reflejo en el agua; la luna, casi llena, aporta su luz, más plateada y poderosa cuanto más se pierde hacia el centro del lago. Su mente comienza a viajar cuando su terso rostro se refleja ondulante en al agua, a sus pies. Parece preguntarla si es feliz…

 

 

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