Repasaba mentalmente las inevitables situaciones que se presentan ante las discusiones en pareja, los desagradables enfrentamientos; casi siempre fruto de un compendio de malos entendidos que frustran la palabra y que se pierden en el ego y el orgullo por defender la posesión de una verdad difícil de corroborar; es inevitable.
Pequeñas simplezas que obliteran nuestras mentes y no permiten que veamos más allá. Nos obcecamos en ideas irrelevantes y subjetivas. Ese tiempo es perdido para siempre. Podrías haber reído, bailado, leído, amado; pero perdemos el tiempo sumidos en la confusión del momento y la imposible resolución bilateral satisfactoria. Habremos perdido el tiempo inexorablemente.
Si procuráramos transigir, preguntarnos si de alguna manera pudiéramos estar equivocados; admitir un razonamiento inapelable aunque signifique pedir perdón, o, si no hay acuerdo, respetar que cada cual siga con su verdad con pequeños tratos que faciliten la coexistencia…
El intercambio de opiniones, preludio del cabreo, evoluciona hasta enquistarse y nos enroscamos sobre nuestra certeza. La frustración aparece de repente cuando te ves incapaz de conseguir que tu oponente escuche por encima del muro de su obvia soberbia; la misma que muestras tú. A partir de ahí, todo empeora. ¿Es, o no es así?
No obstante seguiremos polemizando, pues cada cual tiene su forma de ver la vida. La mejor opción sería pasar página y a otra cosa. Ser capaces de admitir que cada cual tenga su punto de vista siempre y cuando no se oponga de manera irremediable a la vida en común. El resto lo llama Sabina: incompatibilidad de caracteres.