Doblegados ante la incertidumbre de los hechos que acontecen, braman de terror un centenar de niños. Esa mañana habían asistido a clase como cada día. Se trata de un colegio de ámbito militar, dependiente del Ministerio del Ejército Pakistaní, donde los hijos de altos cargos militares, entre otros, se esconden bajo sus pupitres y piden clemencia.

Clamando venganza, un grupo de hombres armados han tomado el edificio aterrorizando a profesores y alumnos. Los niños no entienden nada. La educación en fundamental y, por tanto necesaria, pero estos locos armados han decidido que deben morir y por qué.
Los terroristas se denominan talibanes, reconocen su autoría y defienden la política del miedo. Justifican el dolor causado por el recibido a manos de sus enemigos. Más de cien niños son ametrallados, y la causa es trasmitir un dolor exacerbado y convertido en odio en corazones ajados por el miedo y adoctrinados por seres humanos que de nuevo hablan en nombre de un dios, para, de este modo, mantener presos en cuerpo y alma a cientos de miles de seres humanos.

Desde que el hombre es hombre, las guerras nos han acompañado cual parásito, dotando de un dramático historial al ser humano en nuestras relaciones a nivel mundial. Seremos la especie que abandera la pirámide evolutiva, pero de evolucionados, nada de nada. Si tras tres millones de años desde que se irguió en primer homínido no hemos sido capaces de aparcar la violencia como único medio para imponer ideales, defender religiones y, en definitiva, ser capaces de entendernos con el dialogo, la transigencia y el respeto mutuo, amigos míos, el futuro es cualquier cosa menos halagüeño.
Estamos predestinados a la destrucción y los pacíficos o pacifistas son ninguneados, tratados como ignorantes que no admiten la realidad del ser humano.
Masacres como ésta hacen a uno avergonzarse de ser humano.
Es repugnante.

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