Se despierta al alba. Gira sobre sí misma, sin descanso; un día, y otro. Durante millones de años ha acunado a todos los seres vivos que en su regazo crecen, se reproducen y mueren. Ahora enferma se deshidrata. Un tumor invasivo e imparable se despacha a sus anchas contaminando hasta el último rincón de su ajetreada existencia.

Ella se revuelve de dolor. La fiebre infecciosa eleva su temperatura y las medidas antitérmicas de su desarrollado sistema inmunológico no dan resultado. Las secuelas han dañado para siempre los pilares de su equilibrio natural. Sus pulmones son engullidos por el cáncer, más poderoso cuanto más evoluciona. La metástasis pudre sus órganos vitales. La polución navega por sus arterias y nadie puede remediarlo. Las células cancerígenas aún no comprenden que una vez destruyan la materia que aniquilan impunemente, no habrá nada más por devastar; su futuro perecerá con él.

Lo más anómalo e incomprensible de la enfermedad es que sí es consciente del resultado de su exquisita, aunque finita ingesta, pero no puede eludir sus instintos; incluso si tiene oportunidad fagocitará a sus propios congéneres si ello eleva su posición sobre el resto, hasta convertirse en el amo del nuevo poder sobre el cuerpo que parasita y carcome.
Ella se defiende, llora a rabiar hasta inundar, se agita, tiembla, estornuda furiosa. Morirá matando presa de su impotencia. El cáncer de la humanidad se la está comiendo viva.