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FALLOS DE PROTECCIÓN EN LA VIOLENCIA DE GÉNERO

La última mujer asesinada en Elda, muestra de nuevo la falta de criterio ante una amenaza real de muerte.

Los protocolos de atención ante la violencia de género son claros en este sentido. Ante una amenaza de muerte de un sabido maltratador que, además, solo unos días antes había quebrantado la orden de alejamiento, se debe de inmediato informar a la mujer de las medidas de seguridad a tomar y que desde las instituciones se ofrecen; como la posibilidad de alojarse en casa de algún familiar o amigo, cuyo domicilio desconozca el agresor, o la tutela en vivienda de protección, donde podría y debía haberse alojado hasta que el proceso de investigación y la puesta a disposición judicial del maltratador, hubiese contemplado la oportunidad de poder continuar con su vida sin el yugo de su ex pareja, el ahora asesino fallecido.

Pero no solo es esto. El juez debe ser consecuente y, ante la reiteración de mensajes amenazadores, las denuncias previas y el posterior quebrantamiento de una orden de alejamiento, no es posible dejar en libertad a este tipo, al menos, no sin antes contar con la certeza de que la víctima de maltrato y su hijo se encuentran a salvo.

Es sabido, que la falta de agentes para custodiar a las víctimas y/o vigilar a los maltratadores son un problema añadido; pues bien: cuando la banda terrorista ETA anuncio el cese de la violencia en el año 2011 y, por tanto, de la lucha armada; cerca de 30000 escoltas perdieron sus puestos de trabajo; desde el Ministerio del Interior se les prometió la reubicación en centros penitenciarios y dentro del programa para la protección de las víctimas de violencia de género.

Cuando ETA asesinaba, los políticos amenazados y también los que no, disponían de escolta de acompañamiento para velar por su seguridad. ¿Cuántas mujeres más han de morir para que de una vez por todas personal de seguridad cualificado para ejercer la protección de personas puedan hacerse cargo?

ETA asesinó en 53 años de barbarie a 858 personas, destrozando miles de familias. La violencia de género ha causado en los últimos 50 años la friolera de aproximadamente (por la falta de datos exactos al respecto) 2400 mujeres asesinadas. Casi tres veces más que la banda terrorista. Desde el año 2012 y, contando con las 37 víctimas en lo que llevamos de año, son 298 mujeres las que han perdido la vida.

Las mujeres están muriendo desde tiempos inmemoriales por el simple hecho de ser mujer. Si no se pone fin de una vez por todas a la indefensión de las mujeres ante el maltrato, la cifra de víctimas asesinadas debería caer como una losa sobre nuestras conciencias, y recaer su responsabilidad en los que desde el gobierno tienen la potestad y capacidad para ponerle fin.

VIENTOS I

Confiado, caminaba relajado disfrutando de una tarde primaveral de octubre._ Nada habitual en Segovia, aunque los últimos años esta situación comenzaba a ser normal_ Esto lo pensaba mientras levantaba los hombros intentando protegerse del viento que comenzaba a arreciar con fuerza. Como si alguien lo soplase detrás de las orejas, descubrió sorprendido que en derredor no se agitaban las hojas de los árboles, ni siquiera la pelusa acumulada en la acera se inmutaba; sin embargo, él lo notaba cada vez con más furia tras su nuca, tanto que se asustó. Sentía golpes certeros de viento que lo obligaban a caminar más deprisa, empujándolo cuesta arriba en la calle donde su portal quedaba más lejano a cada paso. Su vecina Marisa paseaba con su pequeña perra Cora sin despeinarse. Encendió un cigarro y lo saludó al cruzarse con él.  Alejandro dio un traspié y casi cae al suelo incapaz de detenerse a cortejar a la mujer que desde hacía meses intentaba camelar.  Su esposa aprovechaba para relajarse y leer. El paseo de su intratable marido era el único momento  de liberación que intentaba aprovechar cada tarde.

-Tengo prisa.- Consiguió balbucear Alejandro apurado.

-No te preocupes. Que vaya bien.- Sin mirarle consultó su teléfono móvil que vibraba en ese instante.

Alejandro intentó girar la cabeza para ojear el trasero de Marisa, pero el viento se lo impidió. Incapaz de comprender lo que sucedía, decidió regresar a casa. Nada. El puñetero viento marcaba su paso y dirección. En cuestión de minutos, el envejecido porche donde tantas veces correteó de niño lo protegió del sol. El yugo gaseoso consintió que se detuviese un instante. Su padre descansaba en una silla de plástico de terraza de una marca conocida de refresco. _ ¡Oh, no!_ Pensó_ Ahora a soportar la misma monserga de siempre. Y este jodido viento que no me deja en paz._ Su padre disimuló fingiendo dormir; desde el fallecimiento de su esposa, el carácter, siempre divertido y dicharachero del viejo Mariano se tornó agrio y antisocial; escondido tras una máscara de cristal la pena lo consumía. Alejandro dispuso de tiempo para saludar a su padre, el viento se lo permitió, pero lo pudo el egoísmo y la falta de empatía. Su viejo era un pesado chocho inaguantable._ Mejor otro día._ Decidió. En cuanto este pensamiento apareció en su obtuso cerebro, el mini huracán, cual colleja desmesurada, lo obligó a seguir su camino. El miedo comenzó a suponer un pánico creciente. Algo paranormal que solo él sufría se apoderaba de su voluntad. En cuanto intentaba girar la cabeza, para ver al menos que fuerza lo zarandeaba como a un pelele, un intenso dolor de cabeza lo hacía desistir de inmediato.

-¡Qué coño quieres! ¿Quién eres? ¡Déjame en paz de una vez!

Gritaba al aire en vano. Otro empujón hacia delante. Ramiro, compañero del colegio lo vio aproximarse alborotado y no se lo pensó dos veces. Se cambió de acera. Siempre lo hacía. Intentaba evitar al mamón que arruinó su infancia. Durante años se mofó de su regordeta figura. Todas las burlas, por su culpa, se dirigían a él. Todavía se hacía el gracioso cuando se encontraban y soltaba algún despropósito cargado de ironía sin importar quién lo acompañara o el lugar donde se encontraban. Él se limitaba a agachar la cabeza y sumirse en un silencio resignado. Aceleró el paso cuando en paralelo sus miradas se encontraron uno a cada lado de la calle. Los pasos de Alejandro cruzaron con avidez, obligados por su mano opresora que violaba sin piedad su capacidad de decisión.

-¡¿Qué quieres?!- Ramiro, a la defensiva, esperaba un escarnio propio de su estupidez.

-Ramiro. Te parecerá una tontería, pero no puedo girar la cabeza. ¿Podrías decirme si hay algo en mi nuca? No es broma. No sé qué coño me pasa.

-Muy gracioso Alejandro. Vete a reírte de otro. Tengo mucha prisa.

-¡Ayúdame, Ramiro! – Pero su compañero de colegio ya se alejaba rápidamente.

Giró la cabeza instintivamente; de nuevo, un dolor insoportable atravesó de un lado a otro su cabeza obligándolo a berrear,  cayendo de rodillas sobre el duro cemento.

_Pero, ¿qué me pasa?_ Hasta pensar le dolía. Sus pasos lo llevaron contra su voluntad hasta la oficina que regentaba como director general. Un puesto logrado a base de injuriar a sus compañeros, criticar con falacias y falsas acusaciones al que se entrometía entre el puesto en el sillón del poder y su culo flácido. Ni siquiera se sonrojó cuando su mejor amigo, el que no dudó en recomendar al que como un hermano sentía, tuvo que dimitir para dejarle paso. A sus espaldas, con la cobardía propia del que enamorado de sí mismo no ve más allá de su ambición desmedida, lo traicionó. Se fue quedando solo, tan solo, que ni su abultado sueldo lo confería más que trepas que lo alababan para conseguir los favores que su posición le permitía. Pero muy arrogante, gozaba cuando le suplicaban una mejora de sueldo, o, con lágrimas en los ojos, ofrecían lo que fuese menester por un contrato indefinido. Eran esos momentos los que disfrutaba de veras.

Pobre ignorante, regresaba a su casa a medio día, donde su mujer vivía con él y se enamoraba cada día más de su profesor particular de francés. Un hombre humilde, sensible, cariñoso y particularmente atractivo. Otro pescozón ventoso lo devolvió a la realidad. Nadie lo esperaba en la oficina, pues por las tardes era cuando los trabajadores podían relajarse sin la presencia del malnacido tirano. Sus caras, un poema, pero no de amor; eran de odio fingido tras forzadas sonrisas y medidas risotadas si alguna broma, siempre de mal gusto, era escupida por sus apestados labios. Obligado a caminar, se topó cara a cara con una mujer de mediana edad. Limpiaba las oficinas desde hacía más de cuatro años. Se esmeraba con el despacho de Alejandro, pues no dudaba éste en corregir su actitud a gritos y delante del resto de trabajadores cuando alguna mota de polvo aparecía en cualquier recóndito rincón del despacho. Ocultó la mirada tras la fregona mientras Alejandro intentaba disimular una opresión en su cráneo que a punto estuvo de provocar la inconsciencia. Enseguida su segundo de a bordo, estirado, pues su estatura era casi la de un hobbit, se prestó a sostener a su jefe. Lo acompañó a su sillón, el deseado durante tantos años.

-¿Está usted bien, Don Alejandro?

-No, no lo estoy. Joder. ¿No lo ves? Y cierra la puerta, ¡cojones!

-Enseguida.- Y lo hizo.

Por más que miraba detrás de la cabeza de Alejandro, solo veía la gomina que gastaba en cantidades industriales. El resto del personal, angustiado por la presencia del bastardo que los sometía a condiciones de esclavitud, sentían la desazón y la angustia, pues, preocupados, se temían lo peor. La crisis de los últimos años podría terminar con alguno despedido. Cuanto más se acrecentaba su intranquilidad y sufrimiento, viendo como Alejandro vociferaba y golpeaba la mesa del despacho, más aumentaba el suplicio que lo atormentaba.  Una pequeña hemorragia se manifestó en las fosas nasales de Alejandro. Después, fueron sus oídos los que regaban el cuello de sangre, cada vez más abundante. Incapaz de soportar tanto dolor, se golpeaba la cabeza contra la pared gritando de desesperación. El nuevo candidato a director general, abandonó el despacho y ordenó que se llamara a emergencias inmediatamente, pero nadie movió un dedo. Insistió, con idéntico resultado. Alejandro tiraba de su cabello arrancando mechones que caían de sus dedos. La empleada de la limpieza no pudo evitar pensar en las horas extra que nadie le pagaría y necesitaría para limpiar toda la sangre que Alejandro ahora vomitaba sin parar. Asombrada por su falta de sensibilidad, continuó sus labores como si nada ocurriese. De repente, Alejandro quedó inmóvil, con la mirada perdida, sin vida. Por su mente, al borde de la enajenación por el sufrimiento soportado, como en un cortometraje demoledor, se vio mofándose de Ramiro, maltratando a su mujer, ignorando a su padre y disfrutando con las penurias, el miedo y la claudicación de sus subordinados.

De pie desde el ansiado sillón donde tanto daño y sufrimiento creó, se asomó al vacío desde la sexta planta. Una ráfaga de viento abrió la ventana, y otra, en sentido contrario, le confirió el último y mortal impulso arrojándolo al vacío. Su cuerpo inerte golpeó con furia el asfalto.

 

Dos días después, Gonzalo, un reconocido miembro de la iglesia de una péquela localidad de Teruel, visualizaba imágenes de menores desnudos en un ordenador portátil. Sintió un escalofrío en la nuca. Un golpe de aire cerró la ventana de la sacristía. Otro, lo obligó a ponerse en pie…

 

Continuará…

 

Su Mirada, siempre esa mirada.

Fue por casualidad, o quizá no; el caso es que lo miró apenas unos instantes y quedó herido para siempre por su enigmática mirada.

Comprendió que no es sencillo negarse a la evidencia. La atracción se precipitó tras compartir tan solo unas horas. Su mirada, siempre esa mirada…

Cada vez que la observaba  podía  navegar sobre un océano de emociones, de verdades por contar, de un incipiente amor sin cita previa que los envolvía en una fantástica burbuja donde nada más importaba. Fluía un río de sinceras confesiones, intimidades que nunca creyeron desvelar los unió encadenando sus vidas irremediablemente.

Otro día.

La razón quiso imponerse al corazón. Convencidos de sus sentimientos apelaron a la cordura de lo políticamente correcto, de la fidelidad al compromiso; a no vulnerar unos principios enraizados en ambas conciencias. Pero se rozaron… Él percibió su perfume, ella tembló al sentirlo cerca. Ella lo miró. Su mirada, siempre esa mirada…

Se fundieron en deseos de vidas compartidas, de viajes de ensueño. Perdidos entre auroras boreales soñaban juntos, inseguros, ansiosos por  besarse y preocupados por hacerlo. Un abrazo llevo a otro, una sonrisa a la euforia, una declaración a la pérdida de control y por una noche al olvido.

Mariposas que en letargo hibernaban volvieron a revolotear en sus estómagos. Miradas inquietas que todo lo desvelaban, a duelo se enfrentaban con sus cargos de conciencia, con su regreso a casa, con sus vidas más allá de lo irreal del momento.

La pasión alcanzó el clímax a media noche. Piel con piel intentaron un abrazo de contacto. Dormir sintiéndose cerca. No habría más noches, más dulces olores, más abrazos en rincones bajo una luna cómplice de sus amatorias fechorías. Un final deseado por ambos, adrenalina indomable en el anhelo hecho carne e incompatible con la consecuencia. Con el placer absoluto tan cerca, pero tan prohibido, ella escapó al deseo, él no quiso insistir. Antes de despedirse, ella posó una vez más sus indescriptibles ojos sobre él, cual ocaso inacabado, luego, suspiró.

Cada noche antes de dormir su recuerdo los mecía; las ganas de volverse a ver, de sentirse cerca, de seguir soñando, de viajar en volandas por el mundo, de la mano, en una vida perfecta por vivir, tan posible como inalcanzable. Tan real como utópica.

Su mirada, siempre esa mirada…

LAS ETAPAS DE LA VIDA

Cristian Galindo es un joven mexicano de veintisiete años que recogí en mi vehículo regresando de La Coruña. Su siguiente destino era León, por lo que compartimos unos doscientos cincuenta kilómetros hasta Astorga. Durante el recorrido disfrutamos de una amena y enriquecedora conversación.

Terminado el Camino de Santiago, el viajero mexicano quería llegar a León, visitar Burgos, Santander y volar a Edimburgo para recorrer Escocia.

Ingeniero industrial, decidió abandonar su puesto de trabajo en Barcelona y experimentar en soledad el viaje que ha de marcar las pautas que definirán su destino. Enseguida conectamos y comprobamos atónitos que no solo éramos tocayos en el nombre, también en obra y pensamiento. Me impresionó su madurez y claridad de conceptos; priorizando con sabiduría sobre lo realmente importante de la vida, dejando atrás con cada paso todo aquello que creía necesitar para vivir. Comprometido con un mundo caótico y con pocas expectativas de futuro, la esperanza de jóvenes como Cristian encienden la llama de la esperanza en mi ya resignada y misántropa teoría sobre la involución del ser humano.

De entre los muchos asuntos que abordamos, me interesó especialmente su teoría sobre las cuatro etapas de la vida.

Según él, la primera comprendería desde el nacimiento hasta los veinte años de edad, donde de la mano de nuestros progenitores hemos de formarnos, terminar unos estudios que nos permitan encarar el mundo desde una mínima base de conocimiento; probar, reír, divertirse, saltar al vacío del entusiasmo y dar rienda suelta a la energía que solo la adolescencia te brinda.

La segunda, desde los veinte a los cuarenta, debe ocuparse en reinventarse; es decir: una vez la base te sostiene, indaga en la búsqueda personal. Descubre qué quieres en realidad; y lo más importante: lo que no quieres. Viaja, sobre todo viaja. Experimenta hasta saciar tus sentidos. Vence tus miedos, prejuicios; conócete a ti mismo y tu potencial y sienta los cimientos de la filosofía que definirá tu existencia.

En la tercera etapa, de los cuarenta a los sesenta, el equilibrio emocional, físico y espiritual que se habrá conseguido de las etapas previas fomentará vivir desde la experiencia, disfrutando de momentos que quieres, donde quieres y cuando quieres; porque sabes lo que necesitas y lo que te hace feliz. Tendrás la estabilidad que te lo permita, y las cosas, nunca más claras. La seguridad de los pasos por  dar y el conocimiento habrán de ser la gasolina que haga rugir a ralentí el motor hasta alcanzar la cuarta etapa, la que comprende de los sesenta a los setenta u ochenta.

La cuarta y última debería respetarse sobremanera. Los años dotan de sabiduría a las personas, pero inexplicablemente no nos interesa; incluso se cae en la ignorancia de subestimar el mundo interior que atesoran y todo aquello que pueden y deberían enseñar, inculcar, aconsejar tras toda una vida que, en muchas ocasiones, nunca creeríamos.

Cuando llegábamos a su destino, ya me veía reflejado en mi tocayo quince años atrás, y él me vio como su yo comenzando la tercera etapa.

Me despedí con un abrazo, convencido de que logrará lo que se proponga, pues ha conseguido atesorar grandes conclusiones y filosofías de vida a través de la enseñanza de sus propias experiencias, creándose preguntas que  responde buscando en lo más profundo de sí mismo siendo aún muy joven.

Mentes inquietas como la suya, quizá consigan salvar a la humanidad de su hasta ahora destructivo destino.