Mentimos cada día por satisfacer a los demás; por placer, por amor, por dolor; por evitar el ridículo, la persecución, el fracaso o la decepción.
Inherente al ser humano, la mentira forma parte de nuestras vidas. Catalogadas de necesarias estratégicamente por filósofos como Leo Strauss, u otras de mentiras nobles, como en el caso de Platón (La República), donde la discutida idea de mentir al pueblo por su propio beneficio causo sensación y grandes debates morales, el caso es que las perdonamos, pues justificamos los medios por el fin. Aristóteles y Kant discrepaban caracterizando a la mentira como ineficaz. Como veis opiniones para todos los gustos.
Tomás de Aquino las dividía en tres tipos: útiles, humorísticas y maliciosas y, sin embargo, la palabra mentira, demonizada, es símbolo de bajeza, mezquindad y hasta de repudio o exclusión social. El quid de la cuestión es quién la formule, por qué y para qué. Y dependiendo de nuestros intereses las toleraremos, alabaremos o reaccionaremos como energúmenos sintiéndonos calumniados defendiendo la verdad por encima de todo.
Es el primer recurso que utilizamos para salir de un aprieto, mentir y, de este modo salvar el trasero liberándonos, por lo menos de momento, de la responsabilidad que tuviéramos por decir o hacer algo incorrecto o criticable. Por supuesto, no en todos los casos; no se ofenda nadie.
Alabar la verdad por encima de todo como filosofía de vida es una utopía en labios embusteros. Absolutamente todos hemos mentido, pues generacionalmente nos lo trasmitimos en los genes como parte de la evolución de nuestra especie.
Hay animales que fingen haber fallecido para evitar ser devorados, o dejan rastros falsos para confundir a sus depredadores. Parece que la mentira, vinculada sí o sí al engaño evoluciona en pro de la supervivencia de cualquiera que sea el que la practique.
En política se las clasifica de necesarias con la excusa que sea menester, ya sea por seguridad nacional, defensa de los intereses económicos del país o por simple apego a la perpetuidad en el poder. Es tan común, que no creo que nos libremos de ella ningún día al escuchar las noticias o anuncios publicitarios. Si me apretáis hasta en documentales, y, sobre todo, en cualquiera que sea el debate que se trate en cualquier medio. Todo se manipula en uno u otro sentido según convenga con el embuste, la falacia, la calumnia o la patraña. Todos sinónimos tan malsonantes como la propia mentira.
Divagando llego a la conclusión a la que ya llegaron tantos otros antes que yo. Vivimos en una absoluta mentira tan entretejida y durante tanto tiempo que nos es imposible discernir mentira de verdad a nuestro alrededor y, en consecuencia, lo bueno de lo malo, lo real de lo falso o lo tangible de lo intangible…
Quizá existan verdades absolutas, pero dependerá de percepciones y opiniones siempre personales. Por otro lado pulula la verdad universal como irrefutable, o eso defienden algunos pero… ¿quién? ¿Por qué su verdad ha de ser indiscutible?
Digamos que para la convivencia nos conformamos con la denominada “ética situacional”, considerando verdad lo que mayoritariamente reflejemos como tal. Hecho, tan lejos de ser absoluto y cierto que no tiene cabida en la difícil idea de ser todo tan relativo; como este artículo.