Huyen de la guerra, la hambruna, la vulnerabilidad que supone estar sometido a una extraña política “democrática semipresidencialista” en países como Mali, Senegal o Costa de Marfil. Son países ricos en materia prima, pero muy pobres en educación, dignidad y derechos humanos. No sin esfuerzo, consiguen embarcarse en poco más que un bote destino a la costa europea; donde esperan, al menos, encontrarse a salvo sin la sombra de la muerte acechando en cada paso de sus miserables vidas.
Próximos a conseguir su propósito y temiendo no ser rescatados a tiempo, cada cual reza al Dios que más le conviene, al que desde siempre les han dicho que es el verdadero, ese culpable de lo malo y hacedor de lo bueno. Pero el hombre, siempre el hombre, decide quién es el único empíricamente verídico. La discusión está servida, y, cuando la sinrazón y la ignorancia derriban la palabra, la violencia se manifiesta en su más triste proyección. Doce personas son arrojadas por la borda por procesar una religión distinta a la del otro como resultado de una incoherente disputa por llevar la razón.

Cristianos, musulmanes, judíos, hinduistas…Todos suponen ser los afortunados poseedores de la verdad absoluta, pues así se lo han hecho creer. Quizá los líderes religiosos deberían empezar a asumir que todas son la misma, interpretada por unos y otros en culturas, épocas y situaciones diferentes. Radicalizarse en la idea de un solo Dios cierto e irrefutable, y adoctrinar así a los fieles seguidores de cada dogma o creencia, conlleva al inevitable conflicto. Demasiadas muertes portan las religiones en sus anchas espaldas (y libres de pecado) en la lamentable historia de la humanidad, como para seguir fomentado con arcaicas e interesadas ideas el unitarismo selectivo y discriminatorio.

Desde el momento en el cual distinguimos una raza o población de humanos por su religión, estamos equivocándonos. Algo tan personal y subjetivo como la fe, nunca puede erigirse por encima del derecho a la vida de nadie ni ser garante y ley de ninguna sociedad.